La palabra ‘vestigio’ aparece en varios de los títulos de las obras que conforman la antológica de Albert Ràfols-Casamada (Barcelona, 1923-2009). Puede verse en la Nau Gaudí de Mataró y el Museu del Càntir d’Argentona a partir de la colección de Lluís Bassat para celebrar el centenario del nacimiento de uno de los artistas catalanes más destacados del siglo XX. La pintura como vestigio de la realidad de fuera y también de la de dentro, o, mejor, la pintura como ventana que las comunica y las separa a la vez. A través de esa apertura, las luces y las imágenes, a un lado y el otro, se mezclan y, en ocasiones, se reflejan.
Ràfols-Casamada
Deja huella de una realidad que ve y, a la vez, es signo o adelanto de la que vislumbra e imagina, creándole un espacio incierto convertido en paisaje abstracto
Ha llamado la atención sobre la importancia de las ventanas en estas obras Bernat Puigdollers, comisario del Any Albert Ràfols-Casamada y Maria Girona. De la misma manera, la exposición comisariada por Núria Poch deja rastro de cómo el artista, a través de sus diferentes etapas, evolucionó en el rastreo de esos vestigios, primero desde una figuración claramente influenciada por Picasso y Braque, para transitar luego otros caminos a la sombra de los impresionistas, del constructivismo o, más decididamente, del informalismo. Ràfols, constantemente, deja huella de una realidad que ve y, a la vez, es signo o adelanto de la que vislumbra e imagina, creándole un espacio incierto convertido en paisaje abstracto. En palabras de Puigdollers: “Su lenguaje cada vez se hace más imprecisamente preciso”, cada vez se hace más frágil “hasta llegar a los límites de la significación”.
La antológica es un claro ejemplo de lo que Juan Eduardo Cirlot definió como “la poética de la materia” que caracterizaría a toda una rutilante generación de artistas catalanes, en la que incluyó a Tàpies, Guinovart, Modest Cuixart o Hernández Pijuan, entre otros. Una generación que Lluís Bassat reivindica incansablemente ante lo que denuncia como indiferencia de las instituciones públicas. La reivindicación que ha de suponer el centenario de Ràfols y de Maria Girona, con un amplio programa de actividades, se suma a las que se han hecho últimamente en la Pedrera o la itinerancia del fondo del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca. En esta línea, la Fundació Vila Casas abrirá en septiembre una muestra dedicada a Maria Girona comisariada por Victòria Combalia y Àlex Susanna.
No es la primera vez que se expone parte del centenar de Ràfols-Casamada que forman parte de la colección de la Fundación Carmen & Lluís Bassats. De hecho, para Poch la muestra permite la doble lectura de asistir a la evolución del artista, por una parte, y a la del coleccionista, por otra. Sin embargo, el carácter ontológico de la muestra y su ubicación en la majestuosa Nave Gaudí, una de las primeras obras del arquitecto, hacen de esta una ventana imprescindible hacia la obra del artista y los vestigios de ese espacio a la vez inabarcable y concreto que con tanto acierto representó.
Ràfols Casamada. Obres de la col·lecció Bassat. Comisaria: Núria Poch. Nau Gaudí. Mataró. Hasta el 24 de septiembre. Museu del Càntir. Argentona. Hasta el 26 de febrero
EL SILENCIO TAMBIÉN ES UNA REVOLUCIÓN
Poeta y teórico del arte, además de pintor, a lo largo de sus muchos años de trabajo, Pic Adrian (Moinesti, Rumanía, 1910-Barcelona, 2008) construyó un alfabeto subjetivo, como suele suceder con quienes reinciden obsesivamente en trazos, símbolos y signos. Así buscan su gramática sobre fondos cromáticos que también abundan en la creación de un paisaje, una atmósfera o una voz. Una voz, en el caso de Adrian, que quiere ser lo más parecido al silencio, porque siguiendo a Aristóteles, está convencido de que en lo más esencial ya está la forma que lo define.
Pic Adrian
Las líneas tenues, temblorosas o vibrantes, la irrupción de formas geométricas y trazos biomórficos son los signos que llaman a la inmensidad del silencio en composiciones que evocan partituras musicales
Sobre esta tensión entre los gestos mínimos que pretenden representar lo global –“cada cuadro es una obra infinita”, afirmaba el artista– se construyen las piezas que Adrian pintó en España, algunos años después de establecerse en Barcelona. Llegó en los cincuenta con su esposa Alice Rubinstein, ambos judíos, siguiendo el consejo de Pau Casals, con quien había coincidido en Prades y Bucarest, tras haber probado suerte en París e Israel.
Las líneas tenues, temblorosas o vibrantes, la irrupción de formas geométricas y trazos biomórficos son los signos que llaman a la inmensidad del silencio en composiciones que –una nueva paradoja– con frecuencia evocan partituras musicales. No es casual que la crítica musical fuera una de sus ocupaciones principales al llegar a la Ciudad Condal, donde estableció contacto con algunos de los músicos más reputados, como Xavier Montsalvatge o Josep Mestres-Quadreny. Como también estuvo muy cerca del prolífico grupo de pintores que, como él, exploraban las posibilidades del informalismo. De la misma manera que en París y Nueva York tampoco había tenido problemas para llegar a los artistas que más le interesaban del momento.
Sin embargo, aunque varias tendencias de la abstracción son identificables en su obra, se ha destacado la capacidad de Adrian para encontrar su propia vía expresiva, lo que él mismo nombró como Arte Principal y que incluso pretendió desarrollar creando el grupo Tendencia esencialista, que expuso en Barcelona en 1967 y en Madrid en 1969. Su primera exposición individual se llevó a cabo en la Galería Syra de la capital catalana, para seguir mostrando su obra en Francia, Italia, Alemania o Noruega. Aunque forma parte de colecciones internacionales destacadas, son pocas las ocasiones en que ha podido verse. Por este motivo, ahora las galerías Zlotowski de París y Marc Domènech de Barcelona, recuperan una obra que hace evidente que el silencio también es una revolución.
Pic Adrian. Pinturas dels anys 60. Galería Marc Domènech, Barcelona. Hasta el 16 de marzo