Me pongo a leer, con esfuerzo, El pasajero y Stella Maris , la novela doble del maestro Cormac McCarthy, dieciséis años después de La carretera. El libro tiene unos diálogos entrecortados, cargados de dobles sentidos, en el filo de la realidad y la alucinación… y pienso en el trabajazo brutal del traductor, Luis Murillo, para volcarlos con sentido al castellano.
Salgo a estirar las piernas por las calles de internet y me encuentro a Luis Murillo punteando una guitarra en una esquina de YouTube (y suena muy bien). Es raro el traductor literario que no tenga una pulsión de artista. Me confirma que “fue duro traducir todo eso, pero me lo esperaba. A decir verdad, prefiero sufrir con McCarthy a aguantar otros tostones”.
“No se trata solo de dar con la palabra adecuada, sino de que el texto ‘suene’ lo más parecido al original”
Quiero saber si se llega a obsesionar con un libro: “La respuesta es sí. Tanto más tratándose de un libro extenso y de altos vuelos, como la doble novela de Cormac. Porque no se trata, o no solo, de dar con la palabra adecuada, sino de que el texto en la lengua de llegada ‘suene’, al leerlo, lo más parecido posible al texto original. Han sido unos meses intensos, de no pensar en otra cosa”.
¿Y está bien pagado? “Hay editoriales que pagan aún menos que el consorcio del pingüino; las tarifas están congeladas mientras los precios suben, y los porcentajes que le corresponden al traductor por las regalías que pueda generar la obra son de chiste”.
"No deberían existir premios a la traducción, porque entonces nos pagan con el prestigio"
Coincide Pablo Martín Sánchez, traductor y escritor, reciente ganador del premio Ángel Crespo de traducción: “No puede ser que nos sigan ofreciendo lo mismo que hace diez años, cuando el IPC ha aumentado un 18% desde entonces. Un compañero de ACE Traductores me dijo hace poco algo que me dio que pensar: el nombre del traductor no debería aparecer ni en la cubierta, ni en la portada, ni en ningún sitio. Tampoco deberían existir los premios a la traducción. ¿Por qué? Porque entonces nos pagan con el prestigio. Y lo que hacen falta son tarifas justas que permitan a los traductores vivir de su profesión, como en otros países”.
Scheherezade Surià, que hizo la carrera de Traducción e Interpretación de inglés y alemán en la Universitat Pompeu Fabra y traduce al catalán como lengua de llegada, lleva impreso el afán por los libros hasta en su nombre. Su madre es una ferviente lectora de Los cuentos de las 1001 noches .
“De pequeña el nombre me traía de cabeza pero ahora no lo cambiaría por nada del mundo”, explica Surià.
Además de traducir y dar clases de traducción, tiene un blog muy seguido, La luna de Babel. Cree que “una de las mejores cosas del oficio es la libertad a la hora de traducir. No es como en unos subtítulos, en los que debes tener en cuenta la velocidad de lectura y cuentan los cambios de pantalla, o la traducción para doblaje, en la que debes prestar atención a encajar en boca las palabras. Si las condiciones son propicias, cuando trabajas en un libro tienes el tiempo suficiente para empaparte del estilo del autor o autora y dispones de margen para encontrar las mejores soluciones de traducción”.
Le pregunto sobre las peculiaridades de traducir al catalán: “Una de las dificultades surge a la hora de traducir dialectos o registros muy muy coloquiales. Primero, porque no hay tantas obras de consulta como las que tenemos para traducir al español porque se invierte mucho menos (un ejemplo claro de esto es la inexistencia de programas de dictado para catalán). Segundo, porque en ocasiones parece que para darle la pátina informal hay que recurrir a los castellanismos, cuando el catalán es flexible y maleable como el que más”.
De momento, el traductor de Google no va a poder suplir con algoritmos la pasión de esta tribu por su trabajo.