Patti Smith, rockera con alma de poeta
Cultura/s
Su nuevo libro de memorias desvela una vez más que para ella la escritura es tan importante como la música. O más
Tal vez la fama se la dio la música, pero aquello que en realidad siempre quiso ser es poeta. Cierto es que desde aquel primer disco, Horses (1975), hasta sus últimas propuestas con la complicidad de los músicos de Soundwalk Collective, Mummer love (2019), pasando por su regreso de 1996, Gone again , los trabajos de Patti Smith están plagados de canciones que quitan el aliento. Pero antes de todo eso, ella ya quería ser poeta. Antes que ídolos musicales, sus referentes siempre fueron escritores, de Arthur Rimbaud a Roberto Bolaño. No es pues de extrañar que, sin prisas pero con constancia, sin abandonar su vida de rockera –grabaciones, conciertos, giras…–, haya ido ofreciendo a sus seguidores una colección de libros que son su mejor biografía, su autorretrato.
A pesar de verse perseguida de nuevo por la muerte, la memoria de Smith es una celebración de la vida
El último, publicado en castellano y catalán este verano, El año del mono . El título hace referencia a la tradición china que otorga a cada año un nombre de animal (doce animales en un ciclo que se va repitiendo). El año del mono de Patti Smith es el 2016. El de su setenta cumpleaños. Y su memoria de ese año es en gran medida una memoria elegíaca, como lo es a veces su música, como ya lo ha sido su escritura en otras ocasiones. En M train (2015), por ejemplo, con la presencia de quien fue su marido Fred Sonic Smith, fallecido en 1994. O en Éramos unos niños (2010), evocación de quien fuera su gran amigo el fotógrafo Robert Mapplethorpe, desaparecido en 1989. En esta ocasión, son sobre todo dos las figuras que empapan las páginas. Su también amigo, el músico y productor Sandy Pearlman, fallecido en ese año del mono; y otra de sus almas gemelas, el dramaturgo Sam Shepard, fallecido a consecuencia de la ELA en el verano del 2017 pero cuya fatal y paralizadora enfermedad atraviesa ya muchos de los momentos de aquel año precedente.
Con todo, la escritura de Smith no es lacrimógena, ni compasiva, diría que ni siquiera melancólica. Si acaso, punteada por una leve tristeza. Pero vitalista al fin. Con una pasión por la vida que surge de esa personalísima mezcla que tienen siempre sus memorias, en las que se entrecruzan los recuerdos, los sueños y quién sabe si la ficción. La poética prosa de Smith viaja de costa a costa de los Estados Unidos, con escapadas a otros mundos, de Lisboa a Gante o Australia. A veces desde la magia surrealista de una Alicia, la de las Maravillas, a veces desde la fuerza y la energía de una Medea. Otras con Hamelin, el flautista. O persiguiendo una iluminadora visita a La adoración del cordero místico, el famoso retablo del siglo XV de los hermanos Van Eyck.
Cual viajera solitaria, Patti Smith sin embargo encuentra siempre la compañía de los otros, personajes secundarios a menudo cargados de misterio y que la acompañan en ese continuo deslizarse por una línea que discurre entre la realidad y el sueño. Viajera solitaria que tiene como principal compañera a la escritura. “Cuando estoy sola, escribo –ha explicado en alguna ocasión–. Incluso si no hay nada concreto, escribo; los sucesos del día, o un sueño, lo que sea”. Y así, con esa escritura a menudo espontánea, con ese ir y venir, en Nueva York o en el desierto de Arizona, en paisajes oníricos o reales, con un café y otro y otro… va forjando su íntimo retrato.
Y en ese contarse de Patti Smith hay además otro elemento que suma. Porque si bolígrafo y libreta son imprescindibles en su equipaje, también lo es una cámara de fotos. Fotos que incluye en sus libros y que, más que añadido o ilustración del relato, funcionan como parte intrínseca del mismo. Fotografías que iluminan el texto tanto como contribuyen al misterio. Rincones, detalles, figuras; una mano, un sombrero, un neón, una playa, un árbol… una foto de una foto. Y el libro es un libro y es también una exposición.
Del conjunto, por supuesto, surge más el autorretrato de una poeta que el de una estrella de rock. Es el suyo un retrato de la antisofisticación, nada pretencioso, de quien se lava la ropa en el baño de la habitación de hotel. Una intimidad cotidiana que opera como lazo de conexión con el lector. Un lector que, si sabe leer, descubre a alguien que busca celebrar la vida, aunque a estas alturas de la vida ese alguien se está dando cuenta de que empieza a echar de menos a los muertos “más que de costumbre”.
Quizás por todo ello, El año del mono apenas recuerda que ese fue el año en el que Trump ganó unas elecciones. Y olvida que fue también el año en el que la autora viajó a Estocolmo a recoger el Nobel que le habían concedido a su amigo Dylan. Otro poeta.