Bifurcaciones

Opinión

Gramsci acuñó –o desarrolló, según opiniones– el concepto de hegemonía ideológica, que venía a ser la vencedora de la guerra cultural, la Kulturkampf (en alemán para que se me entienda) que enfrentó a Bismarck, el canciller de hierro, contra los bávaros y el papismo y la influencia de la Iglesia católica.

James Davison Hunter recuperó la idea en un ensayo que ayudó a crecer a la nueva derecha norteamericana: Culture Wars: The Struggle to Define America. Fue en 1991 y nadie pensó que, tras Reagan, el neoconservadurismo estadounidense iba a volar tan alto.

MANIFESTACION DEL SECTOR DE LA EDUCACION CONTRA LAS NUEVAS PROPUESTAS DEL CONSELLER CAMBRAY. ESTUDIANTES CON PANCARTAS PARA DEFENSRE EL CATALÁN EN LAS ESCUELAS

Una manifestación en favor del catalán en las escuelas el pasado septiembre 

Mané Espinosa / Propias

Una cruzada –nunca mejor dicho– antiabortista y provida (¿y quién puede estar en contra de la vida?) se puso en marcha y no sólo fue sumando adeptos, sino que también agregó el enfrentamiento contra los derechos de los homosexuales, la crítica a los supuestos excesos feministas y, ya de paso, la oposición radical a cualquier estructura familiar que no fuese la de padre, madre e hijos bien criados y enseñados.

La defensa de la libertad individual frente al estado y la lucha contra la droga y la inmigración se fueron añadiendo a una lista de reivindicaciones que ha acabado defendiendo el sagrado derecho a portar armas y mantener a raya a los diferentes… Sí, lo sé, he hecho una caricatura de trazo muy grueso, pero es que la guerra cultural lleva unas décadas entre nosotros y ahora está en plena eclosión, equiparándose a aquellos ingenieros de almas de los que hablaba Stalin por inspiración de Gorki.

Los Estados Unidos de América son un país obsesionado por la religión y su papel mesiánico y director del mundo. Y sí, vuelvo a abusar del trazo grueso…

En Catalunya tenemos un claro reflejo de las guerras culturales americanas que se nos antojan tan lejanas

La crisis de la estructura familiar tradicional ha sido vista en capas bastante amplias de la población de los EE.UU. como la extensión de un perverso plan satánico para hacerse con el país que lidera el mundo libre y es la patria que encarna los valores del Dios de los cristianos.

Y ésa es otra de las diferencias que solemos pasar por alto cuando hablamos de ese país continente que es USA: protestantes de muy diversas iglesias y credos y católicos cada vez más ultramontanos.

Los Estados Unidos eran a finales del siglo XX el país con mayor número de cristianos practicantes del planeta. Y todavía son unas tres cuartas partes de su población, sumando católicos (una amplia minoría) y protestantes repartidos entre presbiterianos, metodistas, adventistas, bautistas, luteranos, pentescostales, etcétera.

La guerra cultural, el conflicto entre grupos que defienden distintas maneras de interpretar la vida, es lo que late detrás de toda la retórica anti woke y anti progresista.

Y es lo que nos tiene ahora mismo en este continuo sobresalto donde cada día es más difícil conciliar posiciones y buscar el consenso. Vivimos un tiempo de confrontación civil que, mucho me temo, puede ir a más.

 

El conflicto entre grupos que defienden distintas maneras de interpretar la vida late detrás de toda la retórica anti woke y anti progresista

Con todo, hoy no pretendo vituperar los dislates –que sin duda ha habido– de lo que genéricamente llamamos la izquierda, ni enfrentarme con la fe religiosa, pues, al fin y al cabo, el cristianismo mismo es una ideología igualitaria y revolucionaria.

Pero mejor no me despisto, porque lo que hoy me voy a permitir, abusando de su paciencia y de su tolerancia, es decirles que, como en los EE.UU. que alumbraron al primer Trump, que se gestó en las presidencias de Clinton y de Obama, en Catalunya tenemos ahora un reflejo claro, aunque mucho menos malhumorado –por fortuna– de las guerras culturales norteamericanas que se nos antojan tan ajenas y lejanas.

Intentaré explicarme… Aquí, dejando a un lado la fe de cada quien, sí hemos llegado a una suerte de verdad mística de la nación catalana que, aunque tenga grandes dosis de fantasía, no se discute y nos permite habitar el reputado oasis catalán que el procés independentista voló por los aires.

Salvador Illa ha conseguido ganar las elecciones y ha obtenido la presidencia de la Generalitat, pero no hay duda de que, en su permanente búsqueda del no conflicto, ha rechazado dar la batalla cultural y se aplica, como si fuese un médico sabio, a calmar el dolor e intervenir sin herir. Reo de su fragilidad parlamentaria, intenta cumplir el primer mandamiento sanitario de, sobre todo, no causar daño. Lo entiendo; forma parte de su carácter y las circunstancias aconsejan prudencia, pero reconozco que echo de menos algo más de atrevimiento para dejar atrás el marco mental del nacionalismo catalán, que sigue no sólo presente, sino que ha devenido en pensamiento único.

Tal vez sería hora de que, por ejemplo, se reivindicase el bilingüismo de una vez. Porque mientras el uso social del catalán baja, seguimos empeñados en ver una diglosia que no existe, como si las relaciones entre el catalán y el castellano en Catalunya fuesen las mismas que hay en Chile entre el español y el mapuche. Sí, ya sé que todo esto es meterse en un jardín de muy incierto recorrido, pero es que continuamos sin poder discutir conceptos como que la única lengua propia de Catalunya es el catalán (las lenguas son de los hablantes, por cierto) o sin poder ponderar de forma razonada los efectos de la inmersión lingüística, por no hablar de esos tics como lo del centésimo trigésimo tercero President de la Generalitat (ganamos hasta al Japón, que sólo reconoce ciento veintiséis emperadores).

En fin, que en este momento concreto –que va a durar años– hay que elegir bien qué caminos se toman y en qué bifurcaciones optamos por una cuesta sin duda más sacrificada pero que tal vez nos llevará a vivir en una sociedad puede que menos uniforme, pero desde luego más cohesionada.

Porque la ideología neoconservadora no se aplaca sin hacer explícito y evidente que otros caminos son posibles. Y en Catalunya ya hemos dado más de una muestra de credo esencialista.

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