La lista de finalistas de unos premios como los Goya tiene un deber que no tiene el palmarés. Ha de ser una buena antología de lo que haya pasado en la industria en el año de autos. Ha de ser un relato ajustado de lo que de relevante haya ocurrido en el sector durante los últimos doce meses y a través de él han de poder leerse los humores del país, si aceptamos que el cine es una expresión cultural popular y, por tanto, está sometido a la dictadura del gusto común, del estado de ánimo de la gente.
Los premios, luego, pueden obedecer, y así suelen hacerlo, a caprichos, enfados y favoritismos, pero a la selección de aspirantes hay que exigirle que nos diga algo de nosotros mismos. Y el cuadro que dibujan estos Goya –14 nominaciones para El 47, de Marcel Barrena, 13 para La infiltrada, de Arantxa Echevarría, 11 para Segundo premio, de Isaki Lacuesta, 10 para La habitación de al lado, de Pedro Almodóvar, 9 para La virgen roja, de Paula Ortiz, 8 para Casa en flames, de Dani de la Orden y La estrella azul, de Javier Macipe y 5 para Marco, de Aitor Arregi y Jon Garaño– es que este año nos miramos en lo que nos pasa. Porque aunque las ocho son ficciones, en sentido estricto, seis de ellas descansan de forma más o menos literal sobre hechos y personajes reales. Es decir, el cine español ha apostado este año por abrochar historias de la vida real y elevarlas, que es el poder que tiene la narrativa.

Eduard Fernández en 'El 47'
Seis de las ocho películas con más candidaturas a los premios Goya descansan, de forma más o menos literal, sobre historias verídicas
La colina menesterosa que conquistó una línea de autobuses, la agente infiltrada en una banda terrorista, la madre Frankenstein que creyó que podría fabricar una hija para cambiar el mundo, la historia de una banda musical de éxito, el viaje intercontinental de un roquero en horas bajas y la peripecia vital del mentiroso sin propósito son las historias que la Academia, ahora, y el público, antes, han bendecido con el privilegio de convertirlas en ejemplares, de hacer de ellas enseñanza y no avatar, pues tal es el don inmarcesible de la narrativa.
Hay pues, por fin, un ejercicio generalizado de memoria en el cine español, una mirada sobre lo que pudimos ser y fuimos, pero también sobre los sueños con los que fracasamos y las búsquedas en las que nos perdimos. Incluso un juego de muñecas rusas, con la memoria histórica inventada de un falso superviviente de los campos de exterminio, reflejo de la intensidad con la que la condición de víctima se ha vuelto el único pasaporte concebible a la respetabilidad en el presente. el dolor como único púlpito desde el que predicar.
De algún modo, el nuevo cine español ha entrado en la disputa por el relato de lo que fuimos y por tanto de lo que somos, en nuestras horas de brillo y en nuestros viajes más oscuros. Al cabo, un relato y un retrato con capacidad de impregnación y por tanto con la posibilidad de corregir el adefesio que el periodismo y la política están haciendo con nosotros.
Ese es el paradójico momento del país: películas que nos cuentan lo verdadero y nos amigan, y programas de actualidad que nos hablan de reptilianos y nos fumigan.