A Bob Pop le parece que, sobre un escenario, hay más verdad en el acto de leer que en aprenderse un texto: memorizar implica una preparación, mientras que leer es presente. Acuñó la frase “Escribir es mentira y leer es verdad”. Porque para ser honesto, dice, debe mostrar que su yo está relleno de libros. Vive rodeado de ellos en un piso al que entró con Mauro cuando se instalaron definitivamente en Barcelona durante la pandemia. Llevan 21 años juntos y algunos títulos se repiten. Mauro no sintió que estaba en casa hasta que trajo sus libros de Colombia. Bob Pop se sienta encima de los dedicados al indigenismo, debajo del sofá: “Maridito es un loco de la conquista y el genocidio americano, le encantan los tratados de Indias y los diarios de señores que fueron allí a someter a otros”.
Los cojines fueron un regalo de la cineasta Isabel Coixet, “siempre viene con champán y anchoas; es nuestra dealer de cosas ricas”. Ocupa la pared una gran estantería comprada en Vinçon con la profundidad de libro, 18 centímetros, y no como las de Ikea, en las que acabas usando doble fondo, algo que odia, aunque es inevitable.
Una parte de las Kallax acoge novela gráfica; otra, diarios y memorias. Hay una entera para Andy Warhol, personaje que detesta y le fascina: “Coloreando el capitalismo, hizo del mundo un lugar peor, donde el arte deja de ser hermoso y es solo comercial”.
Leer es su único acto de silencio y desconexión: “Es mi meditación, mi mindfulness ”. Le permite pensar cosas a las que, de otro modo, no habría llegado. De adolescente le abrió callejones sin salida. Entre ensayo, teatro y narrativa, hay un ejemplar de las obras completas de Lorca que fue de su abuelo, “mi biblia”. Era socio del Círculo de Lectores, fue tornero fresador, estaba orgulloso de su trabajo de precisión. En cuanto le pagaban la pensión de jubilación, recogía al pequeño Roberto en el cole e iban a la librería del pueblo. Le parecía que el gusto hay que educarlo, y le decía que no importaba si no lo entendía todo, “con la mitad, vale”. Para engancharle, empezaba a leerle cuentos de Dickens antes de dormir. Y cuando su nieto le pedía que siguiera, respondía: “Ahora te toca a ti”. Bob Pop leyó El retrato de Dorian Gray con doce años, y La isla del tesoro le voló la cabeza: “Veía a John Silver y al chiquillo, y pensaba, aquí hay tomatazo”.
La mirada tafanera
Minibiografía libresca
Los primeros: Dickens; ‘La isla del tesoro’, Stevenson; ‘El retrato de Dorian Gray’, Oscar Wilde
Algunos fundamentales
Lorca, Proust, Natalia Ginzburg (llegó a ella porque la traducción era de Carmen Martín Gaite); Ursula K. Le Guin; Stephen King, a quien respeta cada vez más; Irish Murdoch, “que no se acaba nunca”
Algunos propios
‘Días ajenos’ (Somos Libros); ‘Mansos’; ‘Días simétricos’ (Alfaguara); ‘Como las grecas’ (Endebate)
Los últimos
“Me ha vuelto loco y me ha parecido superdeslumbrante ‘Mapas y perros’, de Unai Elorriaga (Plasson et Bartleboom)”; ‘Bar Urgel’, Pablo Gallego (Galaxia Gutenberg), “es una belleza de novela”; ‘El alma perdida’, Olga Tokarczuk (Thule); ‘Quiero y no puedo: una historia de los pijos en España’, Raquel Peláez (Blacky Books); ‘Malismo’, Mauro Entrialgo (Capitán Swing)
Desde entonces lee dos o tres a la vez; uno suele ser de poesía, que le enseñó su profesor Miguel Díez, hermano del escritor Luis Mateo Díez (lo descubriría después). Los libros aparecen en todo lo que hace –series, programas, espectáculos–, forman parte de él. En una mesita, los que prestará a sus amigos (no quiere que se los devuelvan a no ser que estén dedicados). Más allá, los que hará llegar a uno que está en la cárcel y los que enviará a su madre a Villajoyosa: “No puede haber cosas sórdidas, ni animalitos que sufran, ni violencia”. Le fascinó En casa teníamos un himno , de Maria Climent. Otros irán a ReRead, así “siguen con vida”.
Ha amado a Vila-Matas sobre todas las cosas, hasta que dijo: “Enrique, tú y yo ya nos lo hemos contado todo”
Allí acabaron los de Javier Marías. Y eso que Bob Pop llegó a hacer diagramas de sus novelas. Pero a veces se divorcia de sus autores preferidos. Ha amado a Vila-Matas sobre todas las cosas, hasta que dijo: “Enrique, tú y yo ya nos lo hemos contado todo”. También le pasa lo contrario: “Iris Murdoch cada vez me flipa más, no puedo abandonarla porque no se acaba nunca”. O Patricia Highsmith, o Belén Gopegui, que cuenta con un estante exclusivo. Encima están los de Marta Carnicero, porque él pone a convivir autores. Truman Capote está debajo de sus propios libros para ver si se le pega algo.
Proust significa verano. Habrá leído En busca del tiempo perdido cinco veces, es un espacio seguro con el que va creciendo. Otros clásicos han envejecido fatal, como El cuarteto de Alejandría . Pero es raro que no le guste un libro; llega con prevención, y detecta banderas rojas si hay cardamomo o servicio doméstico en el siglo XXI, “entonces sé que no me va a interesar”. Alguna vez se ha enfadado con alguno y lo ha lanzado por los aires, con uno se peleó muy fuerte.
No lee donde trabaja, y siempre que puede, lo hace con luz natural. Al perder movilidad, se permite cosas que antes le parecían una blasfemia y un horror; ha llegado a partir libros por la mitad para llevarlos en el AVE, una parte en la maleta y otra en el bolso. Le gusta que estén tocados y también esos a los que se les ven las tripas. Le encanta que lo acojan o le incomoden mucho. Cuando acaba de leer, siente gratitud, cariño y admiración: “Un buen libro mejora el mundo”.