En Plataforma (Anagrama), la novela de Michel Houellebecq que anticipó el cambio de era que, en el 2001, supuso el 11 de septiembre, Michel, el protagonista –nada disimulado trasunto del propio autor–, charla con un ciudadano árabe que le habla del atraso que supone el monoteísmo musulmán, incompatible, sostiene, con el progreso del mundo posterior a la Ilustración. El protagonista obsta que la revolución democrática es un producto de la cristiandad, que no deja de ser un monoteísmo primo hermano del islam. Pero el ciudadano egipcio lo niega y sostiene que, con las devociones –mil vírgenes, mil cristos–, Roma ha sabido componer un politeísmo funcional que ofrece al consumidor religioso posibilidades semejantes a las mitologías grecorromanas. El politeísmo es menos intrusivo porque bastante tiene la muchedumbre de dioses con llevarse mal entre sí y con sus hijos –legítimos e ilegítimos, puros o mestizos, fruto del ayuntamiento carnal con humanos–, como para preocuparse de cuántas veces al día les rezamos y si observamos un catálogo de normas que ellos mismos son incapaces de respetar. Nacido en los albores de la II Guerra Mundial en unos Estados Unidos que ya eran faro del mundo y cuya génesis era la libertad religiosa, el mundo de los superhéroes era exactamente el regreso de ese politeísmo blando que permitía a los ciudadanos encerrar a los dioses en una habitación de casa para que no se inmiscuyeran en sus vidas.
Cuando Dios aún no andaba entre pucheros. Y no enredaba.