A finales de 1939, solo unos meses después de acabada la Guerra Civil, la nueva administración franquista descubrió en Soto de Aldovea, en Torrejón de Ardoz, una fosa común con los cuerpos de unos 400 partidarios del bando sublevado que habían sido ejecutados en los días de Paracuellos. En diciembre, el régimen coreografió un gran despliegue mediático para el traslado al cementerio de los cadáveres de las “víctimas del furor marxista”, como señalaba la prensa de la época. Según las disposiciones de las autoridades, la columna de camiones con los féretros cubiertos con la bandera española debía ser saludada a su paso por la población brazo en alto. Los documentos internos, sin embargo, constatan que el saludo falangista no fue precisamente unánime, “en un acto de resistencia de la población especialmente llamativo si se tiene en cuenta que era 1939”, apunta la historiadora Miriam Saqqa Carazo.
El de la fosa de Aldovea es un ejemplo de cómo el franquismo se sirvió de las exhumaciones de los cadáveres de sus partidarios para difundir por todos los medios a su alcance un discurso propagandístico, el de sus mártires caídos en la lucha contra las “hordas rojas”, que perduraría durante décadas. “El régimen utilizó sus muertos para construir un relato de victimización que, a la postre, serviría para justificar la represión ejercida después de la guerra”, explica Saqqa Carazo, que acaba de publicar Las exhumaciones por Dios y por España (Cátedra). El libro estudia un tema al que, en pleno debate sobre las fosas de los muertos republicanos, no se le ha prestado mucha atención: la exhumación de los fallecidos del otro lado, los franquistas, entre 1936 y 1951.
Entre 1939 y 1951 el Estado movilizó al sistema jurídico, la policía, Guardia Civil, ejército, falangistas y ayuntamientos para las exhumaciones, con un balance discreto
Una de las conclusiones del estudio es que, salvo los primeros casos, el grueso de las exhumaciones no se hizo de forma espontánea, sino que obedeció a una estategia global perfectamente planificada desde el punto de vista, judicial, político, cultural e incluso económico, en la que el Estado se volcó totalmente. “Obviamente, -explica la autora- ese esfuerzo no se ha producido en absoluto de la misma manera respecto a las víctimas de la sublevación y la dictadura”.
La base legal de las exhumaciones fue la célebre Causa General, el macroproceso judicial impulsado por el régimen a partir de 1940 para depurar responsabilidades sobre “los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja”, un paraguas bajo el que se podía cobijar un amplísimo abanico de actividades contrarias a la ideología de los nacionales y que fue la herramienta fundamental de la represión en la primera posguerra.
Pero además del castigo y el escarnio a los perdedores, la estrategia tenía un fin propagandístico de exaltación y cohesión ideológica de los ganadores. Actos como el de Soto de Aldovea perseguían exaltar a los caídos convirtiéndolos, en palabras de la autora, “en el ideal de la sociedad nacional”. Los restos mortales se convertían en objetos de conmemoración, como monumentos, placas o zonas reservadas para su sepultura en los cementerios.
En una visión maniquea de la sociedad española como la que tenía el franquismo, si sus caídos encarnaban el ideal positivo, sus enemigos eran también los enemigos de España. Por eso, las exhumaciones se utilizaron como argumento para apuntalar la represión, tanto en España como en el exterior. Saqqa Carazo explica que en 1943 se publicó un volumen en que se realizaba un balance de los procesos de exhumación, que también contó con una edición en inglés, en una muestra del despliegue del aparato propagandístico franquista en el exterior. Sin embargo, indica, “había previsto un segundo volumen que nunca llegó a publicarse, posiblemente porque el régimen no encontró la cantidad de cuerpos que esperaba”. Oficialmente el gobierno hablaba de cientos de miles de muertos ejecutados en la retaguardia republicana, pero la cifra real era muy inferior. El hispanista Paul Preston, por ejemplo, estima en El holocausto español (Debate) que la represión republicana se situó en 50.000 víctimas, cifra ampliamente aceptada actualmente por la historiografía, aunque, siempre según el historiador británico, la nacional se elevó a 150.000.
Los medios desplegados por el franquismo no guardan relación con los métodos chapuceros que a menudo se utilizaron para las identificaciones
Si los resultados no fueron los esperados no fue por falta de recursos porque el Estado movilizó todos los que pudo en esos años para engrasar su maquinaria de propaganda en un momento en que la economía del país atravesaba una situación muy precaria. El régimen reclutó a personal del ámbito de la justicia, de la policía, de la Guardia Civil, del ejército, de Falange y de la administración municipal en un esfuerzo continuado que se prolongó hasta inicios de los años 50, cuando el interés por la cuestión empezó a declinar.
A pesar de los ingentes recursos invertidos y de la importancia que se le daba pública y políticamente al proceso, las exhumaciones e identificaciones se hicieron en la mayoría de los casos de forma chapucera, teniendo en cuenta los estándares de la época. “No hubo ningún tipo de seguridad jurídica en los procesos y las malas praxis eran muy frecuentes, se recuperaban objetos que no se catalogaban o se catalogaban mal e incluso se mezclaban partes de cuerpos”, explica Saqqa Carazo, que a su condición de historiadora une la de antropóloga forense. Como sucede casi siempre, una cosa era el discurso oficial y otra muy distinta la realidad.
Es difícil establecer la cifra de los cadáveres que fueron exhumados. La investigadora ha podido estudiar los datos de 171 fosas comunes –la mayoría en la provincia de Madrid y otras en diversas provincias- de las que están accesibles los registros, con algo más de 3.500 cadáveres en total. Sin embargo, queda mucho trabajo por hacer al respecto. En cualquier caso, probablemente muchos más fueron exhumados, aunque su número es incierto, y se desconoce cuántos pudieron quedar sin desenterrar. El proceso oficial quedó interrumpido a partir de 1951. “Seguramente para entonces el régimen consideró que el mensaje propagandístico ya se había asentado en la sociedad”, señala la investigadora, que añade que eso ya da una idea de las verdaderas intenciones del franquismo con las exhumaciones.
Dos raseros
Del libro de Saqqa Carazo se desprende la asimetría con la que en la historia de los últimos 80 años han sido tratados los muertos de uno y otro bando. Mientras que en el caso de los del lado nacional, el esfuerzo del Estado para desenterrarlos fue ingente, la exhumación de los cuerpos de los republicanos no ha sido financiado por el Estado hasta épocas recientes y, aun así, ha estado envuelta en polémicas políticas.
Para distinto rasero, no obstante, el de la posguerra inmediata. En 1941, con motivo de unas obras, se halló en la Casa de Campo de Madrid una fosa común con restos de once militares que rápidamente fueron llevados a la Escuela de Medicina Legal para su identificación. Los especialistas, sin embargo, pronto comprobaron por su equipamiento que se trataba de soldados republicanos y, en consecuencia, los enterraron en una fosa común donde sus nombres se perdieron para siempre.