No he estado nunca en Uganda, pero no pienso volver. Romper con países en los que jamás has puesto los pies pero que intuyes maravillosos es la mejor manera de reducir la lista de sueños irrealizables y, sobre todo, de ahorrarse un dineral. Por si no se habían dado cuenta, solo tenemos una vida, así que odiar países presumiblemente preciosos, además de fomentar el ahorro, anestesia nuestras expectativas, sin duda demasiado codiciosas. Más vale prevenir que viajar. El turismo es agotador.
Hablando de experiencias extenuantes, Disney París no es un país pero cuenta como desplazamiento. Y no pienso volver, a pesar de haber estado. O precisamente por eso.
Hay quien ve venir la caída de Occidente a través de la guerra de Ucrania, el Brexit, el auge de la ultraderecha o la decadencia trumpista. Yo apoyo la moción, pero me dan idéntico miedo o más algunas particularidades de los parques de atracciones tamaño macro.
Que hayamos normalizado las colas en zigzag de centenares de personas amontonadas durante horas no quiere decir que sea una actividad razonable. Nuestros semejantes, demostrablemente irascibles ante la más mínima impuntualidad o contratiempo en su vida diaria, aceptan con una naturalidad pasmosa y hasta con buen humor (esos son los peores) pasar más de una hora avanzando a paso de tortuga para acabar gritando durante dos minutos (a lo sumo) subidos en cualquier variante de montaña rusa. Esas colas no son agradables. Se suda, se calma la impaciencia de los niños propios en vano y se odia a los ajenos, siempre mucho peores que los nuestros... Pasos arrastrados, vestuario inelegante y la percepción creciente de que los sujetos con quienes nos cruzamos en este infinito serpenteo se van repitiendo hasta convertirse en nosotros. Maldición.
He visto cosas que no creeríais; personas en edad adulta eufóricas fotografiándose con falsas princesas
La aglomeración, mal de nuestros tiempos, adquiere grado de estupidez cuando es voluntaria y encima nos cuesta dinero. A veces me pregunto por qué dudamos tanto en el momento de comprarnos un jersey de lana cuando hace frío, o qué nos impide comprar un segundo libro en la librería, mientras consideramos lógico y cósmicamente inevitable desembolsar miles de euros para que la familia (pareja de adultos y tándem de churumbeles) pase cuatro días en un sitio que sería superdivertido sin gente. Pagamos religiosamente por hacer colas kilométricas (si las queremos evitar hay que adquirir una tarjeta exprés que cuesta unos 50 jerséis), pagamos una indecencia por hoteles ridículamente temáticos (¿Del Oeste? Risas), pagamos fortunas por comidas sin gracia... hasta pagamos alegremente por fotos movidas hechas por cámaras robotizadas colocadas de forma estratégica entre raíles. Pagamos por entrar, por andar y por respirar. Pagamos por ser. Por existir. Por haberlo aceptado todo sin rechistar.
Cuando anochece, las colas desaparecen y se puede subir a esas mismas atracciones inaccesibles sin esperar porque la muchedumbre ha ido desfilando. Todo es absurdo. En una hora tienes múltiple acceso a las más salvajes. Sé de individuos que cayeron en ese trance febril a los que delata su aspecto: tienen las cervicales en el ombligo y el ombligo en las cervicales y fueron reclutados por el parque para desfilar al lado de Mickey Mouse. Algunos siguen ahí, deformes, abandonados por sus familias.
He visto más cosas que no creeríais. Personas en edad adulta fotografiándose con falsas princesas, seres otoñales que confunden la resistencia a hacerse mayores con un infantilismo no superado y patéticamente mal llevado.
Acabo. Me entristecen los trabajos humillantes de otros porque suelo temer ser yo quien está dentro de ese disfraz de Mickey Mouse, de Blancanieves o del psicópata de Winnie the Pooh (aclaración: vi tantos capítulos repetidos de aquel osito de peluche antropomorfo junto a mi hija mayor cuando todavía no lo era que me lo imaginé como asesino en serie por diversión, así que le llamaremos así y titularemos de esta capciosa manera el presente artículo para captar clics a saco, la venganza es un plato que se sirve congelado).
La aglomeración, mal de nuestros días, roza la estupidez cuando es voluntaria y encima nos cuesta dinero
En el último Primavera Sound (ojo con los festivales, lugares a los que no volver) vi a un señor que tenía a un amigo dentro de un dinosaurio de goma introducirle un vaso de cerveza por una rendija a la altura del sexo (el del tiranosaurus rex, no el suyo) y la escena me conmovió. Y no me costó un euro.
Saludos desde París.