La biblioteca de Mercedes Conde, el legado infinito
Libros
La directora artística del Palau de la Música halla en la cultura las claves para entender el mundo
Cuando llegaron al piso hace un año, Mercedes Conde se enamoró de la biblioteca. Clásica, con chimenea, la hicieron unos editores al construirse la finca en 1898. Ahora es su despacho los días que teletrabaja, si no va al Palau de la Música, donde es directora artística adjunta. Hay un tablero de ajedrez, regalo de su marido Javier, quien le introdujo en la afición. Y al lado, junto a un tocadiscos, El infinito en un junco, su libro de cabecera; tiene debilidad por Irene Vallejo.
Dice que, si va a una librería “tipo Finestres”, no puede salir con las manos vacías. Se van acumulando sobre la mesa: Transfiguracions, de Lluís Calvo; El Requiem de Mozart. Una historia cultural, de Miguel Ángel Marín. También los de Sant Jordi: El retrat de matrimoni, de Maggie O’Farrell –Hamnet le encantó–, y Efectos personales, de Juan Villoro. Fue uno de sus profesores preferidos, junto con Antonio Monegal, de quien acaba de comprar Como el aire que respiramos. Estudió Humanidades en la Pompeu Fabra, y dedicó su tesina de máster a la vinculación entre música y poesía de Joan Maragall. Se adentró en sus obras completas, llenas de post-its. Pero, por lo general, no subraya los libros; a veces lo hace a lápiz. Y dobla una esquina si algo le llama la atención.
Los ordena por temas: música, ópera, arte, retórica, literatura medieval (que estudió con Victoria Cirlot), hispanoamericana, francesa, alemana, rusa. Leyó Los hermanos Karamazov en un momento vital de construcción de la identidad. Y mucho Paul Auster: cuando empezó a vivir con Javier, varios títulos estaban repetidos. Tiene fascinación por Acantilado. Y por el fin de siècle y Stefan Zweig, un referente. Le gustan las biografías y la poesía catalana contemporánea, Anna Gual, Jaume Pons Alorda; Cassandra, de Laia Llobera, está colocado de cara, la cubierta a la vista, igual que Paisatges literaris, de Núria Solsona.
Debajo hay una batuta que su abuelo materno le regaló a Josep Maria Lamaña, fundador de Ars Musicae, orquesta en la que empezó Victoria de los Ángeles. De su abuelo también tiene una colección de vinilos de música clásica y el anuario del Gran Teatre del Liceu desde su inauguración, en 1847, hasta 1930. El suyo es el ejemplar 27, con la dedicatoria: “José María Creixell lo cede afectuosamente a su paciente y amigo Antonio Pons Llibre, febrero 1948”. Su tatarabuelo paterno, Eduardo Conde, fue mecenas de Enric Granados y fundador de los grandes almacenes El Siglo, que se incendiaron antes de la Guerra Civil.
Melómana empedernida, atesora discos desde la adolescencia
Melómana empedernida, atesora discos desde la adolescencia. La llevaban a la ópera de pequeña. Su madre fue alumna de Alicia de Larrocha y Juan Torra en la Academia Marshall, y es profesora de piano. Cuando Conde llegaba a casa al volver del colegio, siempre había alguien tocando. Tuvo claro que se dedicaría a la música, pero no como intérprete. Con 16 años hizo un trabajo de investigación sobre la recepción en la prensa de las obras de Puccini en Barcelona, y fue a casa de Roger Alier para pedirle que se lo tutelara; él fue la primera persona que la tomó en serio. Al acabar la carrera, escribió en publicaciones especializadas, y dirigió la Revista Musical Catalana.
Ahora que su hijo aprende a leer, recuerda ese “descubrimiento para toda la vida que te abre el mundo”. Le ha reservado un estante con Los gnomos, cuentos de Andersen, algunos de la editorial Minalima, o Animales invisibles. Ella heredó Los cinco de sus tres hermanos mayores y leyó los de Barco de Vapor. Luego su padre –ingeniero químico con vocación de historiador– le regaló los de Tolkien, introduciéndola en un universo que la conectaba con Wagner, la mitología germánica, nórdica. Vio que la fantasía se basa en nuestras raíces culturales: “Es un modo de entender cómo se construye la sociedad”.
Durante una época, El amor en los tiempos del cólera sería su favorito. Y aunque no entró en Cien años de soledad a la primera, hizo dos viajes a Colombia y decidió releerlo. Entonces le impresionó descubrir en Macondo un análisis minucioso de los arquetipos que hay en cualquier familia, tema sobre el que ella había reflexionado en relación con las cosas que pasan y el rol que ocupas: “Y desde esta perspectiva, fue brutal”.
La mirada fisgona
Tipo de biblioteca:
Clásica, de 1898
El de cabecera:
‘El infinito en un junco’, Irene Vallejo
La han marcado:
‘Momentos estelares de la humanidad’, ‘María Estuardo’ y ‘María Antonieta’, Stefan Zweig; ‘El amor en los tiempos del cólera’ y ‘Cien años de soledad’, García Márquez; ‘Guerra y paz’, Tolstoi; ‘Los hermanos Karamazov’, Dostoyevski; ‘El hobbit’ y ‘El señor de los anillos’, Tolkien
Poesía:
Anna Gual, Laia Llobera, Lluís Calvo, ‘Obres completes’ de Joan Maragall
Familiares:
‘Grandes almacenes El Siglo 1872-1953’, Luis Conde Moragues; ‘La economía clásica en la defensa de occidente’, Mario Conde
Uno reciente:
‘Victòria dels Àngels’, Pep Gorgori
Haciendo cola:
‘El erizo y el zorro’, Isaiah Berlin