Admite Pepe Serra, el director del MNAC, que cuando el comisario de la exposición El espejo perdido. Judíos y conversos en la España Medieval, Joan Molina, le dijo que iba a exponer en el interior de una vitrina el tronco de una vid, pensó que se trataba de una broma. Pero ahí está el Cristo de la cepa, un tronco toscamente labrado por un judío de Toledo en el siglo XV. Lo encontró casualmente mientras podaba su viñedo, y él, que hasta entonces se mofaba de la religión cristiana, se convirtió ipso facto. No solo fue su pasaporte de identidad cristiana (una buena protección tras los progromos de 1391), sino que, tres siglos después, aquella imagen saldría de procesión para rogar por la sequía.
Menos suerte corrió un niño de tres o cuatro años de Tàrrega cuyo precioso amuleto, que debía protegerle (una mano de Fátima hay colgantes de azabache, coral, hueso...), fue encontrado en 2007 en una fosa común junto a los restos de otras 69 personas, víctimas de la matanza de la comunidad judía local en 1384. Fue una de las muchas masacres que se produjeron en la península Ibérica como consecuencia del estallido de la peste (se les culpaba de la epidemia). “Pero esta no es una exposición de historia, sino de historia de las imágenes y de cómo estas se utilizaron en la Edad Media para mirar a los demás de una determinada manera para confirmarnos a nosotros mismos”, señala Molina, catedrático en la Universidad de Girona y conservador de pintura gótica española del Prado, museo de donde procede la fabulosa muestra coorganizada con el MNAC y por cuyas salas pasaron 100.000 personas.
El espejo perdido. Judíos y conversos en la España Medieval (desde este viernes y hasta el 26 de mayo) es una exposición de tesis: “La diferencia existe, pero la alteridad se construye. Y lo que muestra es cómo la estigmatización de los judíos fue un reflejo del espejo cristiano, de sus creencias y ansiedades, un poderoso instrumento de identificación identitaria”, subraya Molina, que reconoce que al principio, cuando explicó el proyecto a directores de grandes museos británicos y americanos, tropezó con un muro de escepticismo. Todo lo contrario a lo que sucedió con los medios de comunicación internacionales, que desembarcaron en Madrid y la destacaron como una de las más relevantes del año.
“Hay exposiciones muy bellas y esta lo es, pero además es importante y necesaria. Entra en un calibre mayor”, tercia Miguel Falomir, que confiesa que nunca había visto a tanta gente leyendo las cartelas (las hay, muchas, cada palabra medida con precisión: el tema es delicado), porque “entra por los ojos pero si además se leen las explicaciones que hay al lado de las piezas, la experiencia es extraordinaria”.
"La diferencia existe, pero la alteridad se construye", señala el comisario Joan Molina
Tampoco es una exposición sobre la vida judía en la Península. De hecho,, solo hay tres hagadás, manuscritos iluminados con formato similar al de los códices cristianos, testimonio de un momento en el que la convivencia era posible pese a las diferencias religiosas. Pero poco a poco el relato adquiere tintes más oscuros y beligerantes , cuando a partir del siglo XII I comienzan a representar a los judíos ciegos y sordos (por su incapacidad para aceptar la naturaleza divina de Jesús). Sobre una tarima, hay dos tallas en madera policromada de los años 1250-1300. Una representa a la Iglesia, una joven coronada; la otra, a la Sinagoga, con una venda sobre los ojos y la cabeza inclinada en un gesto de pesadumbre. “Esta forma de representación contribuyó a su estigmatización y dificultó la posibilidad de reconciliación”, argumenta Molina.
Pero lo peor está por venir. En un contexto de violencia sistémica, se pone en marcha un mecanismo de propaganda antijudía a través del arte de enorme calado popular. El judío como monstruo, prueba de su falta de moral, que profana hostias y flagelan a Cristo. Caricaturizados por los propios notarios en los libros donde se registran los préstamos de los judíos catalanes. O las imágenes de las Cantigas de Santa María de Alfonso X el Sabio, donde se narra cómo un judío roba en Constantinopla un icono mariano y, tras arrojarlo a una letrina, muere a manos del diablo. Pese a ello, la tabla se mantiene intacta y, además, exhala una dulce fragancia. Son los malos, seres crueles y monstruosos, en las representaciones de la Pasión, ensañándose ante el dolor de Cristo.
Hasta aquí, señala Moreno, las imágenes tienen muchas coincidencias con las que se produjeron en otros territorios europeos, pero el último ámbito, el dedicado a los conversos, “es muy particular, porque habla de una cuestión que afecta a nuestra historia, a la de España y a la de Catalunya, por la estigmatización que sufrieron los conversos, los nuevos cristianos de descendencia judía” tras los terribles pogromos de 1391, y muchos fueron bautizados a la fuerza, o abrazaron el catolicismo para salvar el pellejo o por interés. Las sospechas que se generaron en torno a ellos propiciaron imágenes que servían tanto para acusarlos de falsos cristianos como para salvarse, como el citado Cristo de la Cepa. Y los conversos, como seguramente lo fue Bartolomé Bermejo, encriptaron en sus cuadros creencias propias del judaísmo (representa a Cristo mostrando el sexo bajo un velo transparente (símbolo de su humanidad).
Pero es después de la Inquisición española de 1478 cuando “pasamos del antijudaísmo al racismo, porque estamos hablando de la sangre, de los descendientes de judíos que son considerados impuros porque su sangre estaba contaminada”. La iconografía se llena ahora de conversos procesados y quemados por herejes, como en el auto de fe inquisitorial presidido por Santo Domingo, de Guzmán Pedro Berruguete, en el que dos judíos serán quemados mientras que otros tres serán vestidos con sambenitos, en los que se lee: “condenado erético”. Unos sambenitos “infamantes” que luego, concluye el comisario, colgaban en las iglesias y que permanecieron allí durante siglos para estigmatizar a sus descendientes "hasta hace cuatro días".