La vida marchita

Una vida marchita es esa vida deshilachada que se enreda alrededor del cuello como si fuera una soga. Rafael Riqueni recuerda que hubo un tiempo en el que sintió así la suya. El mundo no había cambiado, pero mirara donde mirara, todo, absolutamente todo, hasta las copas de los bares que tanto frecuentaba, lo veía muerto. El suicidio en 1997 de su padre, el primero que creyó en su talento como guitarrista, lo sumió en décadas de depresión y borracheras, seguidas de las inevitables peleas y confusiones, y el aterrador deterioro de su salud física agravado por el trastorno bipolar que padece. Hundido, abandonó lo que más quería: su hijo, su guitarra, los escenarios, incapaz no solo de tocar sino también de recordar su propia música. Su madre, ciega desde los veinte años, recorría las calles a bordo de un taxi tratando de recuperarlo. “Yo lo llamaba la vida marchita, pero el que estaba marchito era yo”, le escuchamos decir en el cuarto de los maestros de la academia de baile Amor de Dios, en cuyo sofá-cama encontró durante doce años cobijo y el calor que necesitaba para tratar de huir de su yo dolorosamente vacío y endeble.

Paco Bech y Rafael Riqueni, en el estreno del documental

Paco Bech y Rafael Riqueni, en el estreno del documental  

Marta Pérez/Efe

Sentirse deprimido y miserable apesta. El estigma de la enfermedad mental reduce a una persona de ser humano a portador de algo contaminante o repulsivo. Pero en las reglas no escritas del flamenco, las heridas feas del vulnerable, del que sufre, merecen toda la atención. Más si se trata de un grande entre los grandes. El viernes, tras el estreno en el festival In-Edit del documental del que es protagonista, Riqueni sale a tocar al improvisado escenario del cine Aribau y le da las gracias a su director, Paco Bech, por haberle proporcionado una vida nueva. Nada resulta más conmovedor que la disposición de alguien que sabe lo mucho que quema el infierno, porque ha formado parte de él, a reconocer su deseo de estar emocionalmente vivo.

En las reglas del flamenco, las heridas del que sufre merecen toda la atención

Todavía hundida en la butaca, me pregunto si su existencia desastrosa y desordenada le habría permitido llegar hasta aquí de no ser por los que siempre se mantuvieron a su lado sin importarles las peleas y los arrestos, las escapadas humillantes y el lento envenenamiento de las relaciones. Los que supieron ver en él a un niño lastimado. Enrique Morente, que siempre que podía lo llevaba a tocar con él aunque tuviera ya cuatro guitarristas; su hija Estrella, que en una de las escenas más emocionantes del documental la vemos cantando para él en la cárcel y bailando por bulerías con los internos. Joaquín San Juan, que le ofreció su humanidad sin condiciones y el techo de la escuela de baile donde pudo volver a componer. 

Hasta ahí llegó en 2011 Bech con la idea de hacer un filme sobre el regreso del guitarrista, sin sospechar que se acabaría convirtiendo en su hermano, su cuidador, su mánager... En el coprotagonista involuntario de una historia sobre la maravilla que es que alguien no te suelte de la mano. No es una vacuna contra la infelicidad, pero restaura la esperanza.

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