Blaise Pascal, físico, matemático y filósofo religioso de cuyo nacimiento se cumplirán 400 años dentro de una semana, poseía una inteligencia prodigiosa, de extraordinaria capacidad. A los 17 años publicó su primer ensayo matemático y a los 22 había ideado y construido ya una calculadora mecánica –la Pascalina– para ayudar a su padre, responsable de las finanzas de Rouen. Luego sentó las bases de la teoría de las probabilidades, desarrolló múltiples estudios sobre la hidrodinámica y la presión del aire, inventó de paso la prensa hidráulica o la jeringa, y dio nombre a la medida de presión (el Pascal, todavía presente en los mapas meteorológicos). En sus últimos años, recluido en el feudo jansenista de Port Royal, escribió libros como Les Provinciales o las Pensées , su célebre apología de la religión cristiana. Todo ello, en el marco de una vida tan fecunda como breve, que se apagó a los 39 años.
Quizás la frase más recordada de Pascal sea “el corazón tiene razones que la razón desconoce”. He aquí una afirmación de múltiples aplicaciones en la vida sentimental, pero que en el caso de Pascal aludía también a su doble condición de científico y hombre de fe. No es esa, ni mucho menos, la única sentencia pascaliana sugerente. Hay otras. Por ejemplo, esta contenida en El discurso sobre las pasiones del amor : “Existen dos tipos de mente, una matemática, otra que podríamos denominar intuitiva. Una se basa en un punto de vista lento, firme, constante; la otra, en un pensamiento flexible”.
El autor de las ‘Pensées’ encarnaba una contradicción vital altamente productiva
Se hace difícil inclinarse por una de esas dos mentes. La primera parece indispensable para sacarle todo el partido a la razón, siguiendo su lógica, avanzando con método, cautela y determinación. La segunda es indispensable para lograr avances significativos. Porque la razón marca el camino, pero la intuición puede abrir las puertas hacia desarrollos insospechados. Nos hace falta la disciplina del método, pero de poco nos sirve si de tarde en tarde no nos ilumina la chispa de lo imaginado, de lo entrevisto, de aquello desconocido que de repente se concreta y pasa a engrosar el conocimiento colectivo.
Citar a Pascal en el siglo XXI les parecerá un anacronismo ofensivo a los apóstoles de la corrección política y de la cancelación. Era hombre, era blanco, está muerto y, en vida, defendió el jansenismo, que sostenía que sin gracia divina no íbamos a ninguna parte. Pascal era todo eso, pero a la vez era una mente inquisitiva, investigadora, infatigable y muy productiva. O sea, una contradicción andante. Algo que no se les podrá reprochar a las personas que alardean de valores y principios inamovibles, pero que no saben llevarnos adelante y, en consecuencia, cuando llegan al poder, anulan progresos y creen conveniente devolvernos unos decenios atrás.