En 1917, último año de su servicio militar, Joan Miró (1893-1983) vive en Barcelona y sueña con mudarse a París. Tiene 24 años, la guerra ha dejado en suspenso sus planes de alistarse a la vanguardia parisina y tiene la sensación de que la vida se le está escapando. Aún vestido con la ropa de soldado pinta Norte-Sur , un pequeño cuadro en el que aparece recuadrado el título la revista fundada por el poeta Pierre Reverdy y, junto a ella, un pájaro encerrado en una jaula con la puerta abierta, pero que aún no vuela, y unas tijeras abiertas listas para cortar con el pasado (representado por un típico jarrón de cerámica) y el presente de una Barcelona cuyo provincialismo le aprisionaba.
Dos años después, todavía atrapado en ese limbo, se autorretrató con una austeridad en la que Jacques Dupin vio la herencia del románico. El artista mira fijamente al espectador y lleva camisa roja. En su mitad izquierda los pliegues de la manga se descomponen en formas que remiten al cubismo. En la derecha, las rayas recuerdan a las tierras labradas que veía desde la masía de Mont-roig del Camp y que tantas veces plasmó en sus cuadros. Miró estaba a punto de saltar por el aire, pero mantenía los pies clavados en el suelo. Cuando en 1921, ya instalado en el 45 de la Rue Blomet de la capital francesa, expuso por primera vez en la galería La Licorne, el autorretrato apareció como propiedad de Picasso, que se lo había hecho llegar el galerista Dalmau. Estamos en el preámbulo de Joan Miró. La realidad absoluta , la exposición que el Guggenheim Bilbao dedica al periodo que va de los años veinte hasta mediados de los cuarenta a través de ochenta obras, algunas de colecciones particulares rara vez expuestas al público. Y esto no ha hecho más que empezar.
Pero antes de emprender el viaja en el transcurso del cual veremos cómo Miró se convertirá en Miró, Enrique Juncosa, el comisario de la exposición que estará abierta hasta el 28 de mayo, pide que nos detengamos en Interior. La masovera, un cuadro de transición que perteneció a Duchamp y cuya modelo no es una mujer de carne y hueso, sino una muñeca, “como si quisiera subrayar la extrañeza de las cosas”. Identificamos claramente un gato, una chimenea, o la liebre que sostiene en sus brazos, sin embargo introduce un elemento fantástico que ya no tienen nada que ver con la realidad: sus pies descalzos, desproporcionadamente enormes, “porque creía que la energía que trasnsfigura lo real viene de la tierra”.
Ahora sí, vemos ya al Miró que se codea con Max Ernst, con Louis Aragon, con Paul Eluard, con Picasso... y que trata de encontrar su propia voz dentro de la vanguardia. Su lenguaje radical, que no se parece al de ningún otro, se puebla de ojos, estrellas fugaces, insectos, espermatozoides, bichos con bigote, partes del cuerpo... “Allí [su primer y diminuto estudio parisino] descubrí cuanto soy, cuanto iba a ser”, confesó, aunque también contaría que el choque fue tan grande que incluso se le paralizaron las manos.
“Allí [su primer y diminuto estudio parisino] descubrí cuanto soy, cuanto iba a ser”, confesó el artista
“Me era imposible sostener un lápiz entre los dedos. No era una parálisis física, sino intelectual”. A menudo su obra habla también de i mismo. En El saltamontes , pintura de 1926, el insecto tiene forma de mamífero, una larga lengua azul y salta sobre tres volcanes en erupción. Las letras de su nombre aparecen diseminadas por un paisaje en el que aparece una escalera, un elemento recurrente que para el artista era como la salida de emergencia hacia la seguridad, que era su imaginación.
Miró cultivaba el ayuno, a veces por necesidad y otras con el objeto de sufrir alucinaciones por inanición. Sus visiones, también su humor, quedan plasmadas en cuadros como Pintura, de 1925, en la que aparece el cuerpo de un hombre meando, cuyo desproporcionado pene parece un cañón; o en El gentleman , de 1924, cuyo protagonista parece un gallo con bigote daliniano. El artista seguirá viviendo una libertad sin restricciones en los años treinta, pero la ansiedad que provoca el estallido de la Guerra Civil llena su obra de figuras escabrosas que abofetean al espectador con sus órganos sexuales violentos y retorcidos, regodeándose ante sus propios excrementos.
Hasta Bilbao han viajado también dos de sus Constelaciones, creadas cuando, refugiado en Varengeville-sur-Me, el estallido de la segunda mundial ya es un hecho y el artista, exiliado en su mundo interior, se entregó a la pintura. Más tarde, tras un tiempo sin pintar, encerrado en Mallorca con su familia, en 1945 realiza en su estudio barcelonés del pasaje del Crèdit una serie de lienzos con el fondo blanco y en gran formato, en la que destaca La corrida de toros (este con fondo ocre). El astado domina una escena en la que el matador aparece a la derecha, vestido de rojo y con una muleta que parece un sol negro.