Muros. Muros contra los inmigrantes. Muros nacionalistas. Cierre de fronteras. Cuando Deborah Levy escribía El hombre que lo vio todo (Random House/Angle) “los noticiarios estaban llenos de informaciones sobre la construcción de muros, el de Donald Trump, el Brexit... y me pregunté: ¿cómo se siente alguien cuando no hay libertad de movimiento?”
Así que la autora viajó al muro por antonomasia, “al caso más extremo, al muro de Berlín, porque la RDA encerró a sus ciudadanos dentro del país”. La escritora británica se embarcó hacía la Alemania del Este a través de Saul Adler, el protagonista de El hombre que lo vio todo , un joven profesor experto en totalitarismos que en 1988 se desplaza al Berlín Oriental para realizar un estudio sobre el modelo económico de la República Democrática Alemana.
“Hay vida política, vida histórica y, después de todo eso, está la vida de la mente, que no tiene fronteras”
Por su profesión, Saul sabe mucho del fascismo. Por su educación, del marxismo, ya que su padre era un ferviente comunista que trató de inculcarle la creencia de que El capital era la verdadera Biblia. Pero Saul no cree en nada, es más bien un hombre que mira, que observa. Y en ese frío Berlín del otoño de 1988 se encuentra con Walter, su traductor, y su hermana Luna.
“Walter quiere unos tejanos occidentales y Luna quiere comer piña y también es fan de los Beatles y anhela ir a Liverpool y conocer Penny Lane”, señala la autora. Pero sus personajes no pueden ver cumplido ninguno de esos deseos porque viven en un lugar del que no pueden salir y donde son escasos los bienes occidentales que pueden entrar.
Sin embargo, El hombre que lo vio todo “no es una crítica a la RDA, que tuvo sus cosas malas, aunque también algunas buenas. Lo que me interesa es la censura de nuestros pensamientos y de nuestros deseos”, dice Levy en una entrevista con La Vanguardia .
“Los muros se construyen de hormigón y de miedos y quizá por eso son frágiles”, añade. Walter y Luna están encerrados entre las paredes del muro de Berlín. Saul “no puede escapar de la relación que tuvo con su ya fallecido padre, que construyó un muro en el que encerró a su hijo con sus anticuadas ideas sobre la masculinidad y su exigencia de que fuese como él”.
Saul se enamora de Walter, aunque también tiene una relación con Luna. “El protagonista es un hombre insensible aunque cariñoso, porque ama a su traductor, pero pone en riesgo su vida al escribirle una carta de amor”, señala Levy que para escribir esta novela se documentó con “películas como La vida de los otros o Good Bye, Lenin! y también conversando con gente que había vivido en la RDA como un taxista al que conocí en Berlín en 2016 quien me contó que allí todo era gris y daba miedo, pero que el pan era buenísimo”.
Y esa pequeña anécdota es justo lo que Levy quiere contar, porque “me interesan la microhistoria y la macrohistoria, la manera en que acontece la Historia con mayúscula y la forma en que nosotros la vivimos en lo personal”. Además, la autora se plantea “cómo contamos nuestra propia historia, porque imagínese a dos hermanos que relatan un acontecimiento de su infancia, uno lo explicará y el otro dirá, pero si eso no fue así”.
“Mi libro plantea el tema de la vigilancia, de cómo el Estado mira a sus ciudadanos y de cómo nosotros nos miramos unos a otros. Y también quiere honrar la idea de nuestra vida inconsciente. Stalin quería castigar a la gente por crímenes de pensamiento. Mi escritura se centra en mostrar la vida interior e inconsciente, porque hay vida política, vida histórica y, después de todo eso, está la vida de la mente, que no tiene fronteras. No se pueden construir muros para encerrar la imaginación”, concluye Levy, que además de novelista es dramaturga y poetisa.