Borges dice, en El arte de contar historias , que los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados y no con los griegos victoriosos. Es una afirmación muy exagerada. Pero identifica una tendencia. Lo que resulta muy dudoso es que esta búsqueda responda en general, como conjetura el autor de Ficciones , al hecho de que en la derrota haya una dignidad que casi nunca se encuentra en la victoria. El caso de Virgilio, a que remite el propio Borges, apunta precisamente hacia otra dirección. Cuando describe a Eneas huyendo de Troya en llamas con su padre y los Penates sobre las espaldas, está pensando en la utilidad política, de cara a la sacralización del poder del victorioso Augusto, de la herencia troyana que acarreaba el antepasado de Rómulo. Y los autores medievales que, al escribir las gestas de los francos o los bretones, inventaron otras genealogías troyanas, mentían con el mismo interés.
Pero lo común es que quienes pretenden hablar en nombre de sus naciones las presenten como partícipes de la estirpe de los griegos victoriosos y confeccionen estrategias sobre esta puesta en escena. Incluso si las apariencias no son favorables. Como constató con perspicacia Hannah Arendt, De Gaulle, que construyó su política sobre el hecho inexistente de que Francia formaba parte de las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial, sobresalió en este arte. Y, según apunta un personaje de La piel de Curzio Malaparte, la política italiana acostumbraba a basarse en el principio fundamental de que siempre hay quien pierde la guerra en lugar de Italia.
Los catalanismos hegemónicos en el siglo XX mostraron pocas afinidades griegas
Salvo algunos intentos efímeros a fines de las dos guerras mundiales, los catalanismos hegemónicos en el siglo XX mostraron pocas afinidades griegas. La elección del 11-S como fiesta de referencia invitaba a un marco mental y un horizonte discursivo troyanos que hasta llegaron a configurar la autoimagen interesada de los catalanistas de derechas que, tras haber luchado en la Guerra Civil en el bando vencedor, impulsaron, como si la hubieran perdido, el catalanismo montserratino que sería hegemónico durante la Transición. Pero con el procés se cambió de ventana. Y en el nuevo horizonte discursivo se proyectó el tópico de la narrativa de autoayuda de que el miedo al éxito era el principal obstáculo para obtenerlo. El procés nació como un juego de rol en que había que ir superando escenarios y donde era tan importante superar los viejos como lograr objetivos estratégicos con los nuevos. A la confusión del desarrollo de este juego con la evolución de la realidad política debían de contribuir los rescoldos del guardiolismo y los booms de la literatura empresarial y de la cultura terapéutica de la autorrealización. La extraña idea de que el 1-0 fue una victoria que hay que gestionar es hija de este cambio de paradigma. Y la situación presente tiene mucho que ver con la complicada gestión de los efectos psicológicos del discurso euforizante que lo provocó.