Siempre a primera hora del día, una mujer enfilaba el camino hacia la cima del Turó de la Rovira cargada con dos grandes ollas. En su casa, una torre aislada en la cara norte de la montaña, no lejos de la Font d’en Fargues (aún hoy quedan restos de los cimientos entre la maleza), dejaba esperando a tres niños de menos de diez años. El marido, afiliado a la CNT, vagaba por algún lugar del frente.
Cuando llegaba arriba, los artilleros que estaban a cargo de las baterías antiaéreas llenaban las ollas de la mujer con sopa y con agua y le deseaban un buen regreso. Vivir cerca del destacamento tenía para ella una ventaja y una desventaja: por un lado, los soldados le facilitaban sustento. Por otro, los proyectiles que los fascistas lanzaban contra la batería caían cerca de su casa. Sucedió entre 1937 y 1939.
El próximo cierre de las baterías del Carmel al botellón debe entenderse como una muestra de respeto
Esta es una más de las muchas historias relativas a los mal llamados búnkers del Carmel que las familias barcelonesas han transmitido de generación en generación. Animados por sus docentes, niños y niñas de hoy interrogan a sus abuelos para que les expliquen lo que ellos, a su vez, escucharon de sus padres y de sus abuelos. La silueta siniestra de los cañones Vickers de 105 milímetros ha aparecido dibujada en no pocos trabajos escolares.
Los restos de aquella posición de artillería son uno de los vestigios más relevantes de la batalla desigual que se libró sobre el cielo de Barcelona, junto a una red de refugios diseminada por toda la ciudad. La principal responsable de aquellos bombardeos fue la aviación italiana de Benito Mussolini, dictador sanguinario y fuente de inspiración para la candidata favorita de las elecciones italianas del próximo domingo, Giorgia Meloni.
Pero también la infame Legión Cóndor alemana se sumó a los ataques, un hecho que confirmó que lo que empezó siendo una guerra civil entre españoles acabó convirtiéndose, en realidad, en la primera victoria de Adolf Hitler en el tablero europeo. En este caso, de la mano de su aliado Francisco Franco.
Respecto al tema que nos ocupa, no se trata de una apreciación menor. Si se acepta que los bombardeos fascistas de Barcelona, Madrid, Gernika o Granollers fueron en realidad las primeras escaramuzas de la Segunda Guerra Mundial, se estará de acuerdo en que los restos de aquellas batallas merecen la misma consideración que los de Normandía o Volgogrado (la antigua Stalingrado). Todos ellos conforman escenarios que nos permiten, aún hoy, recordar el sacrificio de quienes trataron de contener la barbarie.
Cualquiera que haya visitado los parajes de la batalla de Normandía y los restos de los cañones del Carmel tendrá la sensación, sin embargo, de que algo se está haciendo mal en Barcelona.
A diferencia de los escenarios inalterados e impolutos de la costa normanda, no siempre musealizados, los restos del Turó de la Rovira aparecen tapados por una melopea de tags (firmas grafiteadas) y, muy a menudo, salpicados de la basura que dejan los cientos de jóvenes que se concentran muchas noches en la cima.
Hay que subir hasta allí a primerísima hora del día para comprobar sobre las espaldas de quién recae tanto descontrol: los empleados municipales de la limpieza deben emplearse a fondo para adecentar un lugar al que no pueden acceder con sus vehículos rodados.
La próxima musealización del paraje (retrasada por un problema en el suministro de las vallas), será criticada por muchas personas que entienden que, al limitar el acceso, el Ayuntamiento estará de algún modo privatizando uno de los mejores miradores de Barcelona.
Puede entenderse que en una Barcelona donde el ocio nocturno está limitado por un corsé de horarios impropio de una gran ciudad europea haya quien lamente el cierre de un espacio libre como este. Pero mantenerlo abierto como hasta ahora, a expensas de todo tipo de incivismo, supondría una falta de respeto a los cientos o miles de personas (la cifra real es un misterio) muertas bajo el fuego de la aviación fascista.
El ejemplo del Park Güell
Hace casi una década, el cierre de la parte monumental del Park Güell y su conversión en una atracción de pago mereció críticas furibundas de quienes veían una operación mercantilista del Ayuntamiento. La limitación de los accesos y el cobro de entrada –los vecinos de los barrios limítrofes entran gratis– ha sido sin embargo un éxito: la recaudación ha servido para mejorar los cuidados del parque y la reducción de visitantes ha permitido un mayor disfrute del parque.
Por otra parte, hay vecinos que temen que, cuando no se puedan hacer botellones en las baterías antiaéreas , algunos jóvenes elegirán para su ocio lugares aún más próximos a sus casas. Puede que lleven algo de razón, aunque casi ningún punto del Parc dels Tres Turons ofrece una panorámica tan espléndida. Decimos casi, porque cerca de allí está el Turó del Carmel (la Muntanya Pelada), otro espléndido mirador. Es un lugar sin vecinos, aunque sería una lástima que un exceso de visitas afeara su aspecto de cumbre de alta montaña.