Desnudos ante el espejo
Ser el primero en decir un te quiero puede ser aterrador, pero callarlo es un acto de auto-sabotaje. Nos pasamos la vida tratando de disimular nuestras debilidades, sonriendo y subiendo fotos a las redes para mostrar que somos fuertes, que no nos afectan el rechazo o los comentarios negativos y que somos felices solos o con nuestras parejas estupendas. Sin embargo, la vulnerabilidad es la esencia de gran parte de lo que sentimos, y al resguardarnos de ella no solo adormecemos el miedo ante la incertidumbre o la exposición emocional, sino que también (nos) negamos la necesidad de los otros, nuestra máxima fuente de placer. Edvard Munch nunca se avergonzó de su dolor, de sus celos, de su lujuria, de sus crisis nerviosas, de sus problemas con la bebida, de su temor al sexo o de sus relaciones amorosas arruinadas. El pintor noruego tenía mucho de qué sentirse miserable, pero la franqueza de sus imágenes nos hablan a todos, y su Grito nos conecta con otros que también están gritando en medio de una multitud que grita. Cada uno sufre a su manera, pero no hay un solo ser humano que no haya sufrido nunca.
Hasta el moño de las puestas de sol. Si el espejo del mundo actual es Instagram, donde la debilidad es juzgada como un defecto moral, me temo que no hay lugar para las vidas complicadas (al menos, no para las nuestras). Así que vuelvo a las desoladoras selfies de Munch. Resulta conmovedor ver cómo se retrató a sí mismo desnudo y en llamas; desdentado y con la cara enrojecida, abalanzándose sobre unas botellas mientras luchaba contra el alcoholismo; dudando de sí mismo, medio muerto, pero aún vivo con un brazo esquelético; merodeando por una casa a oscuras, con los ojos hundidos por los celos o como un amante perdido ante una mujer en pleno orgasmo para la que él era indiferente. Ella es Tulla Larsen, la pelirroja de ojos verdes que en los lienzos hundía los colmillos en su cuello y en la vida real le amenazó con suicidarse si no la llevaba al altar. En medio de la pelea, Munch se le adelantó y dirigió el revólver hacia él, pero la bala únicamente llegó a alcanzar el dedo corazón de la mano izquierda con la que no pintaba. En su último autorretrato, poco antes de morir, en 1944, se presenta erguido, como un cadáver congelado, los ojos más allá de sí mismo, atrapado entre un reloj de pared con forma de ataúd y una cama individual junto a la que cuelga el dibujo de una chica desnuda, el tiempo que corre y un final inminente y en soledad.
Munch nunca se avergonzó de su dolor, de sus celos, de su lujuria o de sus problemas con la bebida
Munch se escrutó ante el espejo y fue fiel hasta la crueldad con su verdad emocional. Aborrecía las imágenes perfectas y durante los brutales inviernos noruegos dejaba las pinturas al aire libre para “matarlas o curarlas”. Donó todo su legado a la ciudad de Oslo con la condición de que creasen un museo para albergar su obra. Se inaugurará la semana que viene. Un buen lugar donde sanar nuestro pánico a que nos vean vulnerables y su cómplice, la vergüenza.