Mientras los Stones tuvieron fuelle y hechuras de banda convencional, Charlie Watts era el termómetro fiable de la cocción a la que estuviera sometido el grupo. Si él sonreía, si él decía que salía de gira, todo iba a ir bien y habría tour. Aportaba la dosis necesaria de sensatez en aquel barco de politoxicómanos locos. El tipo sobrio que conducirá el coche de madrugada, el amigo que te recomienda que la olvides, el vecino que te ayuda con el escape de agua. En definitiva, el batería perfecto para los Stones.
Su batería era sencilla por esencial. La colocaba en medio de los riff de Keef, el cantar arrastrado de Jagger y todas las capas embarulladas y sucias del sonido Stone. Watts te golpeaba en el sitio justo, haciéndote cimbrear la cabeza a compás en cualquier bar o garito en el que sonara una canción Jagger/Richards. Mantenía el tren musical sin descarrilar y fraccionaba en trozos el buey para que lo tomaras a pedazos. Tocó desde el principio como si supiera que lo que menos necesitaba esa banda era un superdotado de las baquetas, todo brazo y riñones. Muy al contrario, Watts, apasionado del jazz, tocaba desde las muñecas, firme pero nunca excesivo, dando en el sitio preciso, en medio del rock’n’roll.
En aquellos tiempos en los que la perspectiva de que los Stones fueran a sacar un nuevo disco era motivo suficiente para seguir vivo unos meses más, el videoclip estándar Stone consistía en Jagger gesticulando y cantando con boca de pulpo y Richards y Wood hacían de cuervos con resaca y unos segundos de cámara para el bajista, Bill Wyman, hierático censor de alegrías de los otros y para Charlie Watts, que, tímido y elegante, sonreía de lo que estaba pasando a su alrededor. Ajeno y parte esencial de ello. Watts sobrevivió al infierno de locura, sexo y drogas que fue la banda en la que tocó décadas y décadas, convirtiéndose en el Clark Kent que no necesitaba a Superman para mantener el eje de la Tierra en su punto justo dentro de un planeta bizarro llamado The Rolling Stones.