El placer de descubrir a un escritor que no conoces y del que nadie te ha hablado. Que sea por azar y que sea una escritora que, que tú sepas, no figura en las listas de escritoras obligatoriamente influyentes y feministas. Que la escritora en cuestión sea sudafricana y se llame Deborah Levy. El placer de empalmar sus libros hasta confundirlos. De saltar de una relectura a otra y, por si acaso, leerla en una traducción diferente y comprobar que no solo no cambia sino que mejora (y volver a lamentar no haber aprendido inglés cuando todavía estabas a tiempo).
El placer de querer compartir el descubrimiento pero intuir que quizá sería mejor no hacerlo. Como si fuera un secreto o un vicio que, si por debilidad lo acabas confesando, quizá será castigado, como ocurre tantas veces, con un displicente “no hay para tanto”que te obligará a jurar que nunca volverás a compartir nada. El placer de impregnarte de la libertad y la seducción del estilo, de la capacidad de Levy de hacer autobiografía sin prejuicios, solo por naturalidad y lealtad a George Orwell o a cualquier pretexto que active su necesidad de expandir su talento y su rabia existencial, eufórica o desesperada. Como la simple consecuencia de escribir para crear verdades que no necesitan ser reales para ser irrefutables. (Excurso: en una entrevista reciente, a Salman Rushdie le preguntan cómo explicaría la diferencia entre la ficción y la mentira y el novelista responde: “El objetivo de una mentira es oscurecer la verdad; el objetivo de la ficción es revelarla. Esta es la gran diferencia entre el arte y la mentira”).
Explica Salman Rushdie que los objetivos de la verdad, de la mentira y de la ficción son felizmente diferentes
El placer de descubrir a una escritora que no conocías y querer disfrutar únicamente de lo que ha escrito, sin la interferencia de la información biográfica o la crítica analítica, utilizando tu propia ignorancia como la garantía que preserva el embrujo de recordar el momento fundacional del flechazo. Cuando nada de lo que leías te arrebataba y las lecturas se acumulaban con una inercia monocorde y apareció Deborah Levy ( Leche caliente en Anagrama, Nadando a casa en Siruela y El coste de vivir y Cosas que no quiero saber en Random House), con párrafos que no acababas de entender pero que te hacían extrañamente feliz: “Una esposa puede ser una madre para su marido y un hijo puede ser un marido o una madre para su madre y una hija puede ser una hermana o una madre para su madre que puede ser un padre y una madre para su hija, lo que quizá sea la razón por la que todos estamos agazapados detrás del símbolo del otro sexo”. Y el placer de temer que en cualquier momento la pasión inicial pueda languidecer y empieces a pensar que quizá no debería gustarte tanto mientras vuelves a merodear por las librerías (¡siguen abiertas!) deseando que, imprevisible y apasionado, aparezca otro milagro en forma de libro.