Tanto se ha abusado en España del sustantivo facha a modo de insulto que ya prácticamente no significa nada, aunque a estas alturas se podría aventurar que el que lo espeta —tanto da que venga de la derecha o de la izquierda— se refiere a cualquiera que no piense como él.
De todos modos, el lenguaje más duro de la extrema derecha que durante decenios quedó silenciado por las voces del angelical coro de lo políticamente correcto, parece haber vuelto, sin complejos, y con ganas de arrasar, tal como hizo en los años veinte y treinta del siglo pasado. Al fin y a la postre, a la gente le gusta que les hablen los políticos sin pelos en la lengua, sobre todo si les dicen lo que quieren oír. Que mienten o no es lo de menos.
Pero resulta que vencieron los aliados y Mussolini acabó colgado de un gancho de carnicero boca abajo en una gasolinera y Hitler se voló los sesos en su búnker en un Berlín reducido a escombros. ¿Muerto el perro se acabó la rabia? No necesariamente, como ahora estamos viendo.
Antes de que Churchill tomara las riendas de la lucha a muerte contra los nazis, había en el Reino Unido no pocos aduladores de Hitler, empezando por su rey, Eduardo VIII, que tuvo que abdicar en su hermano Alberto, Jorge VI, padre de Isabel II, la reina más longeva de la historia de Inglaterra.
Pero si durante los ruinosos años treinta tanto Hitler como Mussolini parecían ofrecer a muchos occidentales una solución a sus problemas, algo así como una vuelta al añorado orden perdido, para otros tantos la vía a seguir no era otra que la de la URRS. Por supuesto que nadie podía prever cómo acabaría la guerra o el telón de acero que descendería después entre los dos bloques vencedores.
Por mucho que supieron borrar las huellas algunos de los aduladores de Hitler o Mussolini una vez acabada la guerra, varios de los más destacados intelectuales de la época no podían esconder su fascinación por el nazismo o el fascismo italiano. El poeta estadounidense Ezra Pound, ahora adulado por Salvini, pagó un alto precio por su entusiasmo fascista, pero no con la vida, y después de ser confinado durante unos años en un manicomio en Washington, lo soltaron, aunque no antes de concederle un importante premio literario, y pudo regresar a su bien amada Venecia, donde guardaría silencio hasta el día de su muerte en 1972.
Pero Pound no era más que la punta del iceberg. También estaban los Mosley, las hermanas Mitford, el genial P.G. Wodehouse y etcétera y etcétera.
En Francia, en cambio, no se anduvieron con chiquitas y fueron ejecutados destacados colaboradores como Robert Brasillach. Sobrevivió Céline, pero eso es otra historia. O quizá no, porque cada vez se parece más a él Michel Houllebecq, el hombre del momento de las letras francesas.
La extrema derecha cabalga de nuevo, tanto en Estados Unidos como en Europa. Y tal como calculó Steve Bannon, los mensajes de Trump -o Le Pen o Vox- se oyen por encima de las cada vez menos creíbles lamentaciones y amenazas lanzadas a capelo por los exponentes de lo políticamente correcto, sea cual sea la lengua en la que se expresan. Porque, tal como nos advirtió Victor Klempeler, lo que da miedo no es la lengua sino el lenguaje.