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Irse para volver y para quedarse

Texto leído por Rodrigo Fresán, ayer, en el funeral de Claudio López de Lamadrid

El pasado octubre tuvo tiempo y lugar un episodio delirante: Miguel Aguilar –amigo y colega de Claudio– me llamó desde Barcelona para avisarme de que el padre de Claudio había muerto. Yo estaba en Madrid, en un sitio con muy mala recepción, y entendí que el muerto era Claudio. Llovía y hacía frío y me pasé toda esa mañana solo y de duelo. Para colmo, las conversaciones telefónicas con amigos comunes –en un prodigio de la realidad que en la ficción resultaría inverosímil– se las arreglaban para no sólo no aclarar, sino incluso reafirmar el malentendido. Yo hablaba de Claudio y ellos hablaban del padre de Claudio. Y nadie caía en la cuenta de la confusión. Recién al mediodía, Ignacio Echevarría me gritó, entre risotadas, que yo estaba loco y que él acababa de estar con Claudio.

En resumen: Claudio –triste por la muerte de su padre, y yo triste por la tristeza de Claudio– editó entonces su muerte, resucitó, y me dio la oportunidad de ser muy pero muy feliz por su milagro de estos últimos meses y de poder decirle todo lo que se le dice en los pensamientos, en estas ocasiones, a alguien que ya no escucha. Entonces, por suerte, Claudio escuchó sonriendo y –un poco agotado por mi afecto– instruyó: “Tienes que poner esta historia en un libro, eh”. Y cambió de tema como cambiaba de tema cada vez que se le agradecía o se le recordaba el colosal trabajo editorial que estaba haciendo a ambos lados de un océano y en un mismo idioma. Y restando toda importancia a su figura, porque lo hacía por puro gusto, porque tenía la suerte de que le hubiese tocado “el mejor oficio del mundo”. De ser esto cierto, entonces Claudio para mí fue el mejor editor dentro del mejor oficio del mundo.

Una vez más, Claudio, tus deseos no serán órdenes sino deseos míos. Voy a poner esa historia en un libro. Porque de no ser por encargo de este amigo editor yo jamás hubiese escrito libros que ni se me habían ocurrido o que jamás me hubiese atrevido a que se me ocurriesen de no estar Claudio ahí, al frente y cuidando las espaldas al mismo tiempo.

Y voy a repetir aquí lo que escribí hace años en un texto sobre Claudio que recién se publicó el pasado sábado (en su momento, le ofrecí a Claudio pasárselo por si le interesaba leerlo y me respondió: “Ni se te ocurra, Rodrigo”).

Ahí se me ocurrió, dije ahí, en algo que acabó funcionando más como vitalógica que necrológica y que me alegró de que así fuera:

“Pregunta de escritor: ¿Se puede agradecer más por algo a un editor que por libros propios que no lo serían si no fuesen también suyos?

”Respuesta de amigo: No.

”Pero la amistad, por suerte, permite agradecer por muchísimas cosas más que no entran ni caben aquí.

”Gracias por la amistad y por los libros y por todo, Claudio”.

Si hubiese algo de coherencia narrativa en un momento en el que nada parece tenerla, ahora Claudio debería levantarse e irse de aquí casi sin que nos demos cuenta de su huida. O, incluso, ni siquiera haber venido porque –con esa voz– habría gruñido un “va a ser un coñazo”.

Tuvo que pasar lo que pasó para que, finalmente, nos demos cuenta de cuál era su magistral truco: Claudio se iba sólo para poder volver.

Una y otra vez.

Ahora –mal que le pese, descanse en paz, que afortunados fuimos y somos y seguiremos siendo por esto– se queda con nosotros para siempre.