Nombrar la revolución

Opinión

Si algo no tiene nombre, no existe.

Hace 30 años unos cuantos cocineros de este país sacudieron la gastronomía mundial, la liberaron de corsés y de prejuicios, desataron una ola de creatividad universal e infinita, y suscitaron un amor por la mesa y por lo que en ella sucede que arrastró a audiencias millonarias nunca imaginadas. Esa ola cambió para siempre y en todo lugar el cómo, el qué, el para qué, el cuándo, el cuánto y el porqué de su oficio.

No ha habido muchas revoluciones tan profundas, extensas, vibrantes, exitosas y felices como esa.

Pero no tiene nombre. No hemos sabido ponerle nombre. Si sigue así, innombrada, es posible que un día deje de existir.

Para muchas voces autorizadas, aquello es apenas un suceso feliz de nuestra historia que aconteció, y que ha finalizado. Piensan que hoy asistimos entristecidos a una pálida caricatura grotesca de unos años gloriosos. Ignoran la extraordinaria influencia, precisamente porque no hemos construido una definición que la solidifique, que convierta en estructura, aquel ventarrón de cambio.

Para hacerlo, para fijar lo que ocurrió en un concepto que lo sintetice y consolide, es importante ponerse de acuerdo en qué fue lo que realmente ocurrió.

Hasta ahora, todos los intentos por nombrar la cosa que yo conozco han partido del cómo se hizo, y no de lo que ese cómo provocó. Y el cómo fue tan profundo, intenso y múltiple, que es incomprensible e inenarrable, incluso para aquellos que lo hicieron posible. Se ha intentado definir el estilo de cocina que surgió de esa explosión, llamándola cocina molecular, o tecno-emocional, o modernista, cuando lo que ocurrió fue justamente que se ensanchó ad infinitum el terreno de juego de la alta gastronomía. La revolución no creó un estilo, fue el origen de millones de estilos. Intentar explicar cómo era la constriñe.

La revolución española regaló al mundo de la gastronomía la libertad de pensar y de imaginar sin cánones inviolables. Uno de sus efectos más llamativos fue el estímulo imparable que generó en las cocinas vernáculas. Cada país sintió la libertad de acceder al olimpo de la gastronomía y de trascender la obligación de ser, antes que nada, francés. Nuestra revolución ha permitido la aparición de multitud de cocinas nacionales que se nombran sin complejos, y que reducen el adjetivo español al adocenamiento y la banalidad. Por decirlo con claridad, del mismo modo que hay una nueva cocina nórdica, o una nueva cocina peruana, podría parecer que hay una nueva cocina española que compite con ellas en igualdad de condiciones, y eso no es así.

Usar la geografía para definir lo que ocurrió nos empequeñece.

Tampoco nos conviene hablar, creo, de lo que realmente pasó, una revolución, porque las revoluciones suelen ser procesos violentos y traumáticos acotados en el tiempo. Y a lo que debemos aspirar es a la eternidad. Las revoluciones nos interesan por lo que provocan. La pregunta es entonces: ¿Qué provocó esta?

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Foto del equipo de El Bulli de Ferran Adrià en 1986

Terceros

¿Qué queremos que permanezca de esa transformación radical en la que aún vivimos? ¿Qué queremos ser tras el inmenso esfuerzo y el enorme éxito? ¿Cómo queremos que nos vean y nos juzguen los que nos ven y nos juzgan desde lejos?

En mi opinión, y reconozco que mi oficio de publicista me empuja a una síntesis excesiva e interesada que puede molestar a quienes entienden la complejidad inherente a cualquier proceso de este tipo, lo que ocurrió es que España se ha convertido en el nuevo referente mundial de la alta cocina, sustituyendo a Francia. Eso es lo que deberíamos explicarle al mundo. Porque el mundo no tiene la obligación de saberlo si no se lo contamos. Y para decir que somos el nuevo líder, hay que mencionar al líder.

La historia de la alta gastronomía occidental no tiene muchos recovecos. La creó Francia hace tres siglos, y Francia ostenta el liderazgo indiscutible y asfixiante desde entonces.

Supongo que conscientes de que todo debe evolucionar, los mismos franceses modernizaron su propio caudillaje y crearon La Nouvelle Cuisine, en un gesto natural de adaptación a los tiempos (Pero “la montaña no se mueve” como nos advierte Shingen en Kagemusha). La Nouvelle Cuisine ya empezaba a albergar un ansia de libertad que encontró discursos que subvertían y corroían los fundamentos del edificio inmemorial de la cocina francesa. Como siempre, la revolución la inspiraron los poetas, y de entre ellos, la poesía más pura, maravillosa, transparente y auténtica surgió en el Aubrac.

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Alguien escuchó y entendió esa voz, y la explosión detonó muy cerca, al otro lado de la frontera. La herejía devino tan poderosa que fue finalmente bendecida por el sumo pontífice de la Iglesia Oficial, Joël Robuchon. Y certificada por una portada de The New York Times que nos regaló el nombre que buscamos y no encontramos: The Nueva Nouvelle Cuisine. Por si hubiera alguna duda, la acompañó un subtítulo indudable: “How Spain became the new France.” (Cómo España se convirtió en la Nueva Francia.)

Un periodista americano enfadado con los franceses por su falta de apoyo a una de las guerras del petróleo resumió en una frase perfecta lo que la revolución significa: somos la Nueva Francia.

Que la definición la haya encontrado otro, que ese otro sea un extranjero y sea periodista, que mencione al rival, que sea tan obvio, nos ha impedido siempre reconocer que es la explicación más sencilla y rotunda de un nuevo orden. Ahí está.

Han pasado 30 años. Casi hemos perdido la oportunidad de explicarnos. Casi.

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