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Los sabores aprendidos

Opinión

A lo largo de una conversación con marujeos incluidos, surgió un tema cuyo contenido versaba, ese sí, sobre el mundo de la cocina y los viajes. Durante la plática mantenida entre Cristina Jolonch y yo, apareció una frase que serviría como título de una de esas novelas cuyo autor busca poltrona en la RAE: “Los sabores aprendidos”.

En esta sociedad globalizada, sobre todo, en los países que pueden permitirse globalizarse sin imposición, los mercados suelen estar llenos de productos que nos facultan viajar a través del gusto a países que no hemos visitado. A partir de esos sabores importados, podemos dar, empleando el título de un libro de Julio Cortázar, “la vuelta al día en ochenta mundos” abriendo la boca, el tracto respiratorio y cerrando los ojos como si la vida fuera un sueño.

El cine nos permitió conocer gastronomías de países que quizás jamás íbamos a pisar. Y a merced de la globalización, los productos de esos países lejanos llegaron a nuestros supermercados y con su popularización, se abrieron restaurantes para contentar una demanda que podía viajar con un billete de ida y de vuelta sin necesidad de levantarse de la mesa.

El primer kebab que comí, me supo a gloria. Estaba en Londres, a principios de los ochenta, y venía de un país, España, en el que un kebab era un producto comestible tan virtual como lo era un Whopper de Burger King. Ese kebab sabía a fantasía animada y aunque seguro que los he comido mejores, cada vez que tengo el placer de probarlo preparado con las mejores carnes de cordero debidamente sazonadas, mi mente se traslada a aquel local del West End londinense.

Un producto que se encuentra en cualquier mercado de España es el queso feta. Sin ir a Grecia, se puede preparar en casa una magnífica ensalada griega eligiendo los mejores pepinos, tomates, pimientos, cebollas, aceitunas, orégano seco, aceite de oliva y queso feta. La ensalada griega es un territorio prohibido para la lechuga.

Ensalada griega 

Getty Images/iStockphoto

Desde que llegué a Grecia, la ensalada griega se ha convertido en una de mis recetas diarias. Tengo que advertir, pero, que una isla como Koufonisia dispone de unas tierras pobres para el cultivo y es difícil encontrar mejores tomates, cebollas, pimientos, aceite y pepinos que los que encuentro en Barcelona. El queso feta y las aceitunas tienen copyright y no hay discusión.

Pero a pesar de la desigualdad en los productos, lo que convierte esa ensalada en un paraíso gustativo es el decorado. El azul del mar, las casas blancas, la lengua griega proveniente de las cocinas y la sencillez sin parafernalias con la que la sirven logran superar los sabores aprendidos de casa.

El tzaziki, la spanakópita, las dolmadakias, la musaka, el souvlaki, el gyros, pertenecían a ese grupo de sabores aprendidos de antemano, y, aquí, los he probado mejorados, sólo, por el lugar en los que los he podido disfrutar.

Y junto a los sabores traídos de casa, he descubierto nuevos emboques que, sin duda, pasarán a formar parte de mi memoria sensorial con el añadido de que lo he hecho en su lugar de origen. Las albóndigas de pulpo, los pescados a la brasa y las hamburguesas de cordero tiene una magnificencia que dudo que pueda volver a alcanzar alejado de estas tierras baldías.

No quiero escandalizar a los animalistas, pero desde que llegué, el número de corderos que vagaban felices por los campos ha ido disminuyendo hasta su casi extinción. El sabor de sus carnes es digno de la libertad en la que crecían observados de cerca por sus verdugos.

Un deseo postergado es comer un kebab en un país del Medio Oriente y que supere el sabor de esa experiencia iniciática disfrutada en un local de Londres. Como las ensaladas griegas, el sabor aprendido del kebab mejorará alentado por las llamadas tardías a la oración cantadas por el almuédano desde el minarete.