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Carles Gaig: “El día en que me desencante seré el primero en colgar los hábitos”

De carne y hueso

A sus 70 años el cocinero catalán afirma que no tiene ninguna intención de jubilarse

El cocinero Carles Gaig

Xavier Cervera

Empezó ayudando a sus padres en la fonda que la familia abrió como taberna hace 150 años en el barrio barcelonés de Horta y sigue tan enamorado de su oficio como empeñado en preservar los platos de su memoria.

Carles Gaig ha cumplido 70 años, está a punto de ampliar su restaurante en Singapur y sigue feliz al frente de Gaig y Gaig a Casa, un local en el que sirve menús y vende algunos de sus platos más exitosos para llevar. Asegura que a partir de una edad el chef necesita motivaciones que le den energía, que él las tiene y no piensa, ni por asomo, jubilarse.

Cuando usted empezaba, la imagen del chef era muy diferente.

Imagine si lo era que a mediados de los 60, cuando empezaban a abrir discotecas y boites a los que íbamos a divertirnos, nunca se nos ocurría decir que éramos cocineros porque nos parecía muy degradante.

¿Cuándo cambió la cosa?

Empezó a cambiar cuando en Francia el cocinero pasó a ser protagonista y alguien que decidía cosas que podían pasar en la sala, donde hasta entonces todo estaba en manos del maître, que era la cara visible de un establecimiento. A finales de los 60 y principios de los 70 en Francia el chef empieza a ser un individuo importante en la restauración normal y el mundo descubre que tras esas puertas con dos ventanitas redondas hay alguien que tiene algo que decir.

“A mediados de los 60 decir que éramos cocineros porque nos parecía muy degradante”

En España el cambio llegó más tarde.

A mediados de los 70 en el País Vasco y poco después en Catalunya, surgió la inquietud de ir a ver qué se cocía en los fogones de la Meca, que era Francia. Queríamos conocer la cocina culta, la cocina académica. Saber qué ocurría y cómo podíamos trasladar a casas más sencillas aquellas propuestas que antes sólo estaban reservadas a grandes restaurantes con una puesta en escena importante.

¿El ansia de buscar fuera tuvo su parte negativa? ¿Ha habido excesos?

Cuando los cocineros viajamos por el mundo lo que buscamos son identidades, encontrar autenticidad, ideas nuevas, productos desconocidos, maneras de hacer. Queremos saber qué pasa en un entorno y de qué manera entiende la cocina la gente de aquel lugar. Pero el mundo se globaliza y las cocinas están sometidas a intrusismos tremendos.

“A mediados de los 70 en el País Vasco y poco después en Catalunya, surgió la inquietud de ir a ver qué se cocía en los fogones de la Meca, que era Francia”

¿Qué tipo de intrusismos?

En la manera de hacer, en los productos, en las cosas que nos seducen. Olvidamos que tenemos que preservar esa cocina tradicional que también es evolutiva. Esa cocina que hay que modernizar, que hacer vigente pero sin perder las raíces. Si hay mucho intrusismo de cocinas diferentes llegará un momento en que habremos perdido nuestros orígenes, y eso es lo que no podemos permitir de ningún modo.

Ustedes son los primeros que se dejan seducir por productos y técnicas que descubren viajando.

Es cierto que cuando vamos por el mundo volvemos con la maleta llena de ideas, de productos, de condimentos. Y los ingredientes de fuera se van ido incorporando a nuestra cultura y a nuestra cocina, como ocurrió antiguamente con el tomate, que ahora es parte imprescindible de nuestros platos. Pero hoy el bombardeo es constante.

“Es cierto que cuando vamos por el mundo volvemos con la maleta llena de ideas, de productos, de condimentos”

¿Teme que se pierda la esencia de la cocina tradicional?

Yo soy un apasionado de la cocina clásica y tradicional bien hecha y bien puesta al día. Sé que esa cocina no puede ser jamás rancia o carente de interés y que es tan difícil de hacer como la de autor o la moderna. La Nouvelle Cuisine francesa nació así, a base de afinar una cocina clásica y adaptarla a los nuevos tiempos eliminando una serie de elementos grasos excesivos, pero manteniendo su esencia.

¿Se siente guardián de los platos de la memoria?

Mi cocina es una cocina de memoria y eso es algo que hoy interesa muchísimo a algunos jóvenes que quieren aprenderla y trabajar en ella, como también atrae a comensales extranjeros. Pero para el cliente en general de este país, que no es del oficio, no tiene mucho interés. Es un valor que no sé si hemos sabido poner en boga.

“Yo soy un apasionado de la cocina clásica y tradicional bien hecha y bien puesta al día”

¿Y usted se siente responsable de preservar esos sabores que podrían desaparecer?

Tengo esa responsabilidad. Por poner un ejemplo hay un plato, los macarrones al cardenal, que recuperé de un libro de cocina de 1835, La cuinera catalana. Siempre encuentro cosas interesantes en libros antiquísimos que están de una vigencia absoluta por la forma de elaboración y por los ingredientes.

¿Coleccionar esos libros antiguos en los que encuentra inspiración es una de sus pasiones?

Me entusiasman porque para mí lo primero es leer de nuestros antepasados. Quiero saber qué se cocinaba y cómo se hacía con los medios de que disponían. Y encuentro bastantes similitudes entre lo que se hacía a finales del siglo XIX o principios del XX y lo que estamos haciendo ahora con las cocciones a baja temperaturas, por ejemplo. Se aplicaba la lógica y cuando un producto necesitaba una cocción prolongada con poca temperatura, apartaban la cazuela del foco de calor de la cocina económica y la dejaban toda la noche y al día siguiente se encontraban con un civet increíble.

Con las legumbres ocurría algo parecido. Hay platos como la perdiz al modo de Alcántara, de 1800, que son lo suficientemente importantes como para no permitir que se pierdan. Hay que adaptar la cocina a los tiempos sin olvidar lo que es un parte importante de nuestro patrimonio.

“Los libros antiguos me entusiasman porque para mí lo primero es leer de nuestros antepasados”

¿Sus colegas comparten su inquietud o se siente un poco solo en esa batalla?

A veces me siento un poco solo porque no es una cocina que seduzca o un trabajo espectacular, pero hay que hacerlo. El primer impacto cuando te sirven un plato es el visual; luego llega el impacto de los aromas, que te seduce más aún, para acabar en el juez final: el del sabor y las texturas. Y hay muchos restaurantes en el mundo en los que te seducen de entrada y acaban perdiendo el partido porque falta esa tercera parte del sabor y las texturas, que no se corresponde con el impacto de la belleza visual. Han plasmado una imagen que no ha funcionado.

¿Qué falla?

Muchos restaurantes empiezan con los snaks, esos bocados en miniatura que funcionan, que tienen punch, pero a medida que avanzas en el menú va decayendo. Y cuando llegas al plato principal, con el que debería alcanzarse la explosión de sabor, la cosa se va desinflando como un suflé. Es una pena. Suele ser porque olvidamos que hay que ser humildes y críticos en la persecución de la base de toda cocina: el producto. Y cuando lo tienes, lo único que has de hacer es en vez de estropearlo, respetarlo y realzarlo. He visto coger un pichón y destruirlo para ser creativos y acabar perdiendo la textura, el gusto y muchas cosas.

“Muchos restaurantes empiezan con los snaks, esos bocados en miniatura que funcionan, que tienen punch, pero a medida que avanzas en el menú va decayendo”

Grandes restaurantes como El Celler de Can Roca están sacando piezas cocinadas enteras al comedor y se revalorizan esos espacios a los que llaman templos del producto. ¿Las tendencias le están dando la razón?

Espero que sí y que eso no se pierda nunca. La cocina de vanguardia y la clásica pueden cohabitar porque no se trata de ser radicales ni autoritarios, ni mucho menos. En un pequeño país como Catalunya tenemos la riqueza de un continente: secano, huerta, dos maneras de interpretar el litoral con sus cocinas del norte y del sur.

Hay un producto increíble con una variedad inmensa que lo convierte en la despensa ideal. ¿Qué falta? Que no desencantemos a los productores. Somos un país un paco tacaño y si queremos que una persona críe una buena pularda o cultive un buen tomate no podemos olvidar que ese profesional se ha de ganar la vida.

¿Tiene sentido esa mirada atrás y ese culto al producto?

Sí porque esos comensales que tienen memoria gustativa echan de menos sabores que se están perdiendo y que les cuesta encontrar.

“La cocina de vanguardia y la clásica pueden cohabitar porque no se trata de ser radicales ni autoritarios, ni mucho menos”

¿Quedan pocos comensales con memoria gustativa?

Sí, quedan pocos porque nuestra memoria gustativa viene de la memoria de las cocinas que se hacen en casa y ahora en casa no se cocina. Podría decirle que es una suerte porque así la gente viene al restaurante pero estamos perdiendo una fuente importante de registros y de memoria y de gustos cotidianos.

¿No hay cierto repunte y se vuelve a cocinar un poco más?

Sí, pero se hace como divertimento. Yo espero que pase de divertimento a disfrutar de verdad de cocinar en la cocina como trabajo cotidiano. Lo peor de cocinar en casa es el final, cuando ya has acabado y todo ha de volver a su sitio y quedar limpio. Eso es un poco complicado pero hay que recuperar la cocina en casa.

“Lo peor de cocinar en casa es el final, cuando ya has acabado y todo ha de volver a su sitio y quedar limpio”

¿Por eso la gente no conoce ni la estacionalidad ni el producto?

Y por eso en el mercado pasa lo que pasa. Me duele la Boqueria porque está dejando de ser un mercado. Es triste ver que aquello lo sostienen seis vendedores y que el resto acabará convirtiéndose en Disney World.

¿Queda mucho menos producto que cuando usted empezó a trabajar como cocinero?

Hemos pasado momentos más críticos. Ahora veo a muchos jóvenes implicados con el territorio. No quieren marcharse o están volviendo porque tienen una vocación, pero se han de ganar la vida. Me fascinan algunos fenómenos como el de los guisante de Llavaneres. Si hace 15 años me dicen que los pagaríamos a 80 euros el kilo me hubiese mondado de risa.

Pero la verdad es que han sido capaces de coger ese producto, ganarse la vida, hacer una inversión, montar invernaderos y obtienen un producto que antes duraba dos meses y ahora dure siete. Este año en noviembre ya teníamos guisante del Maresme y durarán hasta el abril.

¿El mar está peor?

Está peor porque nos hemos empeñado en consumir una serie de peces que llevamos a unas cartas demasiado estrechas. Las gambas, la lubina, la dorada, el calamar… Nosotros estamos negociando junto a Oriol Castro para que nos traigan directamente de la barca especies un poco más desconocidas e igual de excelentes. También pienso que nos falta seducir al cliente mostrando el producto en vivo, luciéndolo en la sala. En Gaig hemos hecho la prueba varias veces con Fina, mi esposa, y las ventas se multiplican cuando muestras el producto.

“Es triste ver que a la Boqueria la sostienen seis vendedores y que el resto acabará convirtiéndose en Disney World”

¿Qué aporta Fina Navarro a la sala de Gaig?

Aporta esa cara amable, el conocimiento de la sala y el acierto al atender al comensal con una simpatía y una búsqueda de la empatía constante. El restaurante es cocina, es sala, es acogida, es todo un conjunto de cosas que esperas encontrar. A mí me gusta salir a saludar a todas las mesas porque creo que el comensal lo agradece. Y cuando el servicio se complica y algún día las cosas no salen bien, lo paso fatal. Saber que a uno solo de los 700 comensales que han venido durante la semana no le has dado lo que tenías que darle te hace sufrir porque lo llevas en la sangre.

¿Nunca se ha cansado de su oficio?

No, a pesar de que no comencé con la vocación de cocinero. Entré en la cocina en los años 70, cuando mi madre quedó invidente. Antes estaba en la sala, ayudando a mi padre, porque no me gustaba estudiar. Hay que pensar que Gaig es de 1869; aquello era una taberna con una barra y tres mesitas, todo muy precario. Cuando lo cogí era una fonda en la que mi madre estaba sola en la cocina y preparaba fricandó, macarrones, bacalao con garbanzos, albóndigas con sepia. Todo para que cuando vinieran los comensales sólo tuviera que emplatar. Y en la cocina económica hacía los bistecs a la plancha o las tortillas.

“Saber que a uno solo de los 700 comensales que han venido durante la semana no le has dado lo que tenías que darle te hace sufrir porque lo llevas en la sangre”

Habla de los mimos platos en los que usted basó su propia propuesta.

El más importante eran los canelones, que mi madre ya preparaba en los años 50. Yo con siete u ocho años ya enrollaba las láminas de pasta porque era un plato que se vendía mucho. El olor de rustido y aquella manera de hacer los canelones siguen fijados en mi mente. El espíritu de los canelones que hacía mi madre es el mismo de los que yo preparo y el arroz de pichón de la bisabuela el mismo que hago ahora.

¿Cuándo le cogió el gusto a la profesión?

No me gustaban las instalaciones ni aquel trabajo tan monótono. Soñaba en algo en lo que me pudiera implicar un poco más y fuese más creativo, porque allí cada día se hacía lo mismo. Por eso en los 70 empecé a ir a probar los buenos restaurantes de Barcelona, como Finisterre o Reno. Aquello me atraía pero estaba a las antípodas de lo que se hacía en mi casa. Cogí el gusto cocinando y ahora sigo pasándolo bien cuando voy al mercado, cuando recibo el producto, lo cuido y lo manipulo para que el comensal lo disfrute. Hay pocos trabajos que den un plus de satisfacción como el de cocinero.

“El espíritu de los canelones que hacía mi madre es el mismo de los que yo preparo y el arroz de pichón de la bisabuela el mismo que hago ahora”

Ha cumplido los 70 pero no mira a la jubilación ni de lejos. ¿Hay Gaig para tiempo?

Sí, quiero seguir disfrutando del trabajo, puede que un poco más relajado. El día en que me desencante seré el primero en colgar los hábitos, pero ahora me sigue seduciendo y espero con ilusión cada nueva temporada: la llegada de las setas, de la trufa o la caza, las verduras, o un buen tomate. Quienes disfrutamos de la vida, de la comida y de la mesa somos un poco peligrosos y nos han de atar corto. Porque si tuviéramos demasiado tiempo libre no tendríamos freno.

¿Cuál fue su papel entre aquellos chefs más jóvenes que usted que acabarían liderando desde Catalunya una revolución gastronómica?

Era gente muy joven con más ímpetu que yo. Hablamos de Santi Santamaria, de Ferran Adrià, de Carme Ruscalleda, de Joan Roca, de Fermí Puig o después de Nandu Jubany. De un abanico de gente que hizo la cocina grande en este país. Para mí los orígenes de todo aquello están en la época en que íbamos juntos a Francia, muchas veces al acabar el servicio.

Recuerdo el día en que a las cuatro de la tarde de un domingo recogimos a Santi Santamaria y fuimos con él y con Ferran Adrià a cenar al Luis XV en Mónaco. También estuvimos en los restaurantes de Guerard, Bras, Gagnaire… Todo aquello lo intentábamos reinterpretar en casa cada cual con su manera de ver la cocina, pero conscientes de que teníamos que evolucionar manteniendo un hilo conductor con nuestra cocina.

“Recuerdo el día en que a las cuatro de la tarde de un domingo recogimos a Santi Santamaria y fuimos con él y con Ferran Adrià a cenar al Luis XV en Mónaco”

¿Qué fue lo mejor de aquella época?

Se abrieron las puertas de las cocinas que hasta entonces habían estado cerradas porque todo era un poco huraño y muy secreto. Que alguien se escondiese para que no descubrieras su secreto de la preparación de un hojaldre formaba parte de una gastronomía un poco miserable que no tenía futuro. Eso lo rompimos al salir juntos y compartir mesas fuera de nuestros ámbitos. Se creó un ambiente de compañerismo tal que cuando tenías una duda e ibas a casa de un compañero le preguntabas sin reparo. Cuando aquella puerta se abrió, la cocina empezó a crecer.

¿Cuándo se torció la cosa?

Cuando hubo una confrontación entre los dos líderes de aquel momento. Había dos cocinas o dos estilos enfrentados y hubo malentendidos. Lo que desde luego no puedes hacer es negarle a una persona la libertad de entender la cocina de una manera y no respetar su visión. Cuando se rompió ese respeto lo sufrimos. Pero yo creo que quedó como una confrontación entre dos líderes antagónicos.

¿Usted se mantuvo al margen?

Quise mantenerme al margen. Yo apreciaba mucho a Santi Santamaria y estuvimos una temporada en que nos distanciamos porque él me había dicho: “O juegas conmigo o estás en mi contra”. Yo le respondí que ni jugaba con él ni estaría en su contra. Que era libre de ir con quien quisiera y de respetar a todo el mundo y no quería entrar en una confrontación de estilos de cocina diferentes. Y allí se quebró un poco nuestra relación, que había sido muy estrecha.

“Se creó un ambiente de compañerismo tal que cuando tenías una duda e ibas a casa de un compañero le preguntabas sin reparo. Cuando aquella puerta se abrió, la cocina empezó a crecer”

Carles Gaig siempre ha sido un cocinero muy querido.

Pienso que en la cocina hay que respirar una atmósfera sana y que la diversidad es fantástica. Y creo que esa buena sintonía que de verdad existe, porque hay amistad entre nosotros, la contagiamos como colectivo. Eso me hace muy feliz.

¿Cuál es la principal enseñanza con la que salen los cocineros que pasan por su casa?

Ante todo intento que usen el sentido común y la coherencia; que no pongan 15 litros de agua para cocer quince placas de canelones, cosa con la que a veces me encuentro con personas que llevan 3 o 4 años cocinando o que no saquen todo el pescado de la nevera para limpiar sólo unos cuantos. Que tengan mucho respeto por el producto y que no lo estropeen. A veces tienen buenas maneras y dominan las cocciones o las técnicas pero no son capaces de organizarse. Y ese es mi gran caballo de batalla. Que aprendan a ser profesionales organizados y coherentes.

¿Se ha exagerado el papel del chef?

Siempre he sido defensor del cocinero artesano y no entiendo al cocinero artista. Ser artista es crear algo único, como la pintura, no lo que hace un cocinero. El arte ha de ser algo que te transmita y te despierte emociones. ¿El cocinero es capaz de lograr eso? Sí, pero creo que un artista es capaz de crear una obra fantástica y que allí está. Y nosotros tenemos que hacer demasiadas copias de esa obra. Hoy el cocinero ha llegado a las esferas más altas del reconocimiento en la vida y eso es algo con lo que no comulgo. Está bien que nos movamos y que salgamos a cocinar pero a mí lo que me atrae es que el comensal venga a mi casa a verme actuar en directo.

“Un artista es capaz de crear una obra fantástica y que allí está. Los cocineros tenemos que hacer demasiadas copias de esa obra”

Usted se enamoró de Fina Navarro cuando era un chef ya consolidado y fue padre de nuevo cuando sus otros hijos habían crecido. ¿Ahí está el secreto de seguir sintiéndose joven a los 70 y estar en pleno apogeo profesional?

Fueron momentos muy complicados porque había una ruptura, mi ex esposa trabajaba con nosotros y eso fue complicado. Pero en la vida hay cosas que no esperas, como que a los 48 años te puedas volver a enamorar como una criatura de 18. Eso, que es maravilloso, nos ocurrió a los dos y es algo que no tiene freno y te da una fuerza que no hay barreras que puedan detener. Ante el amor no hay obstáculos. Y ahora te preguntas, ¿todo esto hicimos?

¿No estaríamos ante el cocinero que es hoy sin ese amor inesperado que surgió en aquel momento de su vida?

Si no fuera por ese amor ahora probablemente estaría jubilado. Pero hay más retos, el trabajo nos gusta, nos estimula, no queremos jubilarnos de ninguna de las maneras y tenemos una adolescente de 16 años que ha de acabar la escuela e ir a la universidad. Todo eso te hace tirar adelante y te da una energía impresionante. Porque la cocina cuando llegas a una edad necesita motivaciones energéticas. Yo vivo con la ilusión de que siempre hay la posibilidad de hacer algo diferente en espacios distintos: la tienda, Singapur; no le digo que dentro de cuatro días no le de una sorpresa y aparezca con otro proyecto porque no estamos cerrados a nada ni estancados. A veces he pensado qué pasaría si me jubilase.

“Yo vivo con la ilusión de que siempre hay la posibilidad de hacer algo diferente en espacios distintos”

¿Qué pasaría?

Los primeros días sería fantástico, incluso los primeros meses. Pero luego me pregunto qué me obligaría a levantarme a las 8 de la mañana. Me da pánico envejecer apoltronándome y no voy a dejar que pase. La manera es olvidar la tentación y seguir disfrutando de mi oficio, que es maravilloso.