Agustí Villaronga dice que esta película es la más libre de todas las que ha hecho hasta ahora, un relato casi experimental en el que vuelve a unos de sus temas recurrentes: la reacción humana ante una situación límite.
Este proyecto surge del confinamiento. ¿Es una rebelión contra aquella situación obligada de inmovilismo cultural?
Sí, es algo así; es una forma de decir que no nos quedemos callados, que la cultura tiene que seguir. De repente pareció que nos plantábamos en una realidad en la que dejábamos la cultura de la mano de Dios. No me resigné y pensé que la idea inicial, una obra de teatro, se podía hacer en cine con pocos medios, pocas personas, un equipo pequeño, con gente de Mallorca… Mucha gente se puso a tocar la guitarra en su casa y yo pensé en algo un poco mas complicado.
Mucha gente se puso a tocar la guitarra y yo pensé en algo un poco más complicado”
Una rebelión valiente: un proyecto en catalán, parte en blanco y negro…
Sí, porque también es un tipo de lenguaje que no es al uso. Es un lenguaje abstracto, diferente, mucho más de autor si se quiere.
¿Qué quiere contar?
Son hechos verídicos que ocurrieron en 1816 y mi intención es contar la reacción de las personas frente a situaciones límite muy trágicas. Hay dos personajes y cada uno de ellos adopta una posición diferente. Van contando la misma historia desde una óptica diferente: uno desde un punto de vista militar, donde imperan la norma y el poder, y el otro, más dispuesto a sobrevivir, pero sin olvidarse de los demás. Al mismo tiempo hay una reflexión muy contemporánea sobre el momento que estamos viviendo: en la película nos hemos olvidado de la época en la que sucedieron los hechos, hemos mezclado lo antiguo con lo moderno, y hay un paralelismo con las muertes en el Mediterráneo o el paso de los cubanos a Miami porque se trata de situaciones muy parecidas.
La balsa se convierte en una especie de ring en medio del mar y un símbolo por la supervivencia”
Los personajes viven una situación límite, algo que les pasa a muchos en sus películas.
Sí, ocurre mucho en mi obra. Muchas de mis películas tienen que ver con guerras, colocan a la gente en situaciones extremas. Aquí pasa también, y esa balsa se convierte en una especie de ring en pleno mar y en un símbolo de la lucha por la supervivencia, en la que se tienen que comer los unos a los otros.
En sus obras siempre hay cierta distancia moral: se plantean los hechos, pero no se juzgan.
A veces explico las cosas sin tomar partido, aunque siempre me decanto por algún personaje. Intento mantener un equilibrio e intento entender incluso aquellas cosas que cuesta más entender.
Tras la superproducción por encargo Nacido rey, esta obra es mucho más personal. ¿Es una vuelta a los orígenes?
Está más cerca de El mar que de Nacido rey, pero no diría que es una vuelta a los orígenes. Creo que esta es la obra más libre que he hecho, con un presupuesto muy bajo que no te hace pasar cuentas con nadie, permite libertad absoluta.
La película parte de una obra de teatro que parte de una novela que parte de un cuadro. Casi es un juego de muñecas rusas.
La obra de teatro parte de un capítulo de una novela de Alessandro Baricco, que tiene una manera de ver el naufragio muy atinada, pues es como una deriva hacia un infierno por fases. He querido respetarlo y por eso uso mucha voz en off, aunque dicen que hay que evitarla.
¿También está el cuadro de Gericault La balsa de la Medusa?
Gericault inició el romanticismo, y hay poco de romántico en esta película, pero sí es verdad que hay referencias al cuadro y hay momentos en que reproducimos la misma estructura de la balsa, con esa diagonal tan fantástica. Bill Viola tiene una obra, The Raft, La Balsa, que lanza dos chorros sobre personajes que se mueven a cámara lenta. Nosotros intentamos algo parecido; descomponer el cuadro a cámara lenta con chorros de agua.