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¡Basta de lamentos!: un experimento y seis estrategias para olvidarte de las quejas

Mejora personal

Quejarse de todo es un mecanismo muy extendido y un auténtico ladrón de felicidad

¿Fobia a conducir? Tranquilo, si te atreves a afrontarlo, se supera

Una persona muestra su frustración y se queja por teléfono ante un contratiempo con su portátil

fizkes

En nuestro día a día resulta muy común que, cuando algo nos disgusta o no sale como habíamos previsto, nos quejemos. El tráfico, los patinetes eléctricos, demasiado sol, demasiada lluvia, el gato que araña el sofá, la gente que habla por teléfono a gritos en un transporte público, la pareja que no nos entiende, el té que se derramó, la tarea que no conseguimos terminar, el amigo que nunca nos llama, el que lo hace demasiado… Quejarse es un comportamiento de lo más extendido, uno que confieso que a veces me cuesta tolerar, sobre todo cuando lo observo en los demás. En general tiendo a pensar, como la escritora y activista norteamericana Maya Angelou, que cuando algo no nos gusta debemos intentar cambiarlo y, si eso no es posible, entonces debemos centrarnos en aceptar o en tratar de cambiar lo que pensamos acerca de eso que no nos gusta.

Quejarse es un comportamiento muy extendido que nos molesta en los demás y del que no somos tan conscientes en nosotros mismos

delihayat / Getty Images/iStockphoto

Pero en el universo de la queja, como en muchos otros, una cosa es lo que toleramos en los demás y otra lo que nos permitimos cuando los protagonistas de la historia somos nosotros. A nadie le gusta reconocer que es un quejica, y esto me incluye a mí misma cuando decidí comenzar mi experimento hace siete días. La idea surgió después de topar por casualidad con el artículo de un escritor en el que desgranaba una a una las desgracias e inconveniencias a que se veía sometido en su día a día, una lista aburridísima de cosas que le molestaban y le amargaban la vida y la felicidad. Al leerlo recordé que había leído una pieza muy parecida del mismo autor hacía más de un año… y otra el año anterior. El juicio apareció veloz en mi mente: “Menudo pesado, siempre quejándose de lo mismo”. Más tarde, a la hora de comer, me dediqué a criticar y a comentar el artículo con una amiga, sin darme cuenta al principio de que, en realidad, me estaba comportando igual que el articulista. ¿Quién me mandaba seguir leyendo hasta el final, si aquello me disgustaba? ¿Y por qué tenía que seguir quejándome de ello, ahora?

Vivir sin quejarse

Empecé a pensar entonces en los beneficios ocultos que obtenemos cuando nos quejamos ‒desahogo, conexión interpersonal‒ y también comencé a cuestionarme mi propia actitud ante la queja. ¿Era posible que en realidad yo también fuera una quejica? Decidí comprobarlo y durante unas horas me observé, anotando cada vez que la queja, explícita o no, aparecía.

A esas alturas ya no me sorprendió comprobar que, al contrario de lo que pensaba, soy tan quejica como el que más. Me quejo del ruido de la máquina taladrando el cemento en la calle y de la gente que habla en voz muy alta; me quejo de los conductores agresivos; me quejo del poco tiempo que tengo para hacer determinadas tareas; me quejo porque estoy cansada, porque me han cambiado el horario de mi clase favorita en el gimnasio; me quejo porque se acaba una serie y ya no hay más temporadas, o porque el libro que estoy leyendo no acaba de gustarme y no debería haberlo comprado; me quejo cuando toca hacer la colada, cuando el semáforo cambia de color demasiado lentamente, cuando tengo que bajar a por fruta porque ya no queda. En este contexto revelador, y un punto humillante, decidí hacer mi experimento. ¿Sería capaz de estar siete días sin emitir ni una sola queja?

La queja hace perder mucho dinero a las empresas y tiene un coste personal, porque reduce el rendimiento

Jon Gordon explica en su libro Prohibido quejarse que una de las amenazas más serias a la hora de crear un ambiente de trabajo positivo y de alto rendimiento es precisamente la queja. Para Gordon, es crucial eliminarla del entorno corporativo, pues según él, si permitimos que prolifere puede llegar a hacer perder a las empresas mucho dinero, ya que reduce la productividad, el compromiso y la cultura de equipo. Pero, más allá de su posible coste económico, ¿cuál es el coste personal para alguien que vive quejándose?

Unos clientes descontentos se queja ante la camarera de un restaurante. JackF

Lo primero que podemos observar es que la queja funciona como un mecanismo por el que traemos al presente asuntos que ya pertenecen al pasado. Cuando nos quejamos por ese té que se derramó o por el pájaro que nos dejó un regalito en el parabrisas nos estamos refiriendo a un hecho reciente, sí, pero definitivamente perteneciente al pasado.

Sabemos que no podemos hacer nada por cambiar lo sucedido, y en este sentido, quejarse representa un desgaste, un derroche inútil de energía que fácilmente puede llevarnos al agotamiento. Además, la queja suele ser también una forma sutil de eludir nuestra responsabilidad. Cuando nos quejamos solemos culpar a otras personas, al contexto, a nuestros padres o a la economía de aquello que nos sucede, por lo que automáticamente nos convertimos en víctimas y perdemos el control de nuestra propia vida.

La queja es una forma de culpar a otros de lo que nos sucede y eludir la propia responsabilidad

Dejar de quejarse es una vía directa p ara reconectar con nuestra responsabilidad y nuestro poder personal. La queja, por otro lado, nos vuelve negativos, pues si nos recreamos en todo aquello que va mal dejamos de sentirnos agradecidos por lo que va bien, e incluso puede que dejemos de verlo y que nuestra existencia pierda color y brillo.

Y sobre todo, quejarse es algo que no sirve para nada, aunque a veces pueda funcionar como un mecanismo de cohesión social. Sucede así cuando conversamos con un amigo y nos pasamos el rato despotricando de algo o de alguien. Puede que hacerlo nos proporcione un placer inmediato, pero al terminar no habremos solucionado nada y lo más probable es que, además, nos quedemos con un mal sabor de boca.

Seis estrategias para olvidarse de las quejas

Mi experimento transcurrió de un domingo a otro, siete días durante los cuales me di cuenta de que, a pesar de que sé que la queja nunca es una buena idea, soy una auténtica quejica. Transcurrido el primer día, en el que me pillé a mí misma quejándome nada menos que quince veces, decidí establecer un plan de acción concreto para poder cumplir mi objetivo. He aquí las estrategias que utilicé para dejar atrás este hábito:

1. Beber más agua. Este truco tan sencillo me sirvió mucho durante los primeros días, sobre todo para hacerme consciente de la cantidad de veces que me quejaba. Cada vez que me sorprendía haciéndolo me detenía para darme cuenta de ello y bebía unos sorbos de agua. El beneficio secundario de esta estrategia es que al terminar el día me había hidratado mucho más de lo habitual y me sentía menos cansada.

Dar las gracias por lo que tenemos es un buen antídoto para olvidarse de las quejas.Mladen Zivkovic

2. Practicar la gratitud. Si hay algo opuesto a la queja es la gratitud. Dar gracias por aquellas cosas de las que disfrutamos a cada momento, desde el aire que respiramos hasta las personas que nos rodean en el trabajo, la comida que nos nutre, las relaciones que nos arropan, las células de nuestro cuerpo que cuidan de nosotros, es el mejor antídoto para centrarse en lo más importante y dejar de quejarse.

3. Alabar en lugar de criticar. Durante esos siete días me esforcé por elogiar de forma sincera y concreta al menos a una persona cada día. Esta estrategia me obligó a cambiar de enfoque y a fijarme en lo que los demás hacen bien, y no solo en aquellas cosas en las que fallan.

4. Hacer ejercicio. Cuando hacemos ejercicio nos concentramos en la respiración y en el movimiento, lo que ayuda a controlar la mente y el cuerpo para que deje de reaccionar de forma automática. El beneficio secundario de esta estrategia es que, además, el ejercicio físico libera endorfinas, las hormonas de la felicidad, que hacen que estemos más relajados y podamos ver las cosas desde otra perspectiva.

Hacer ejercicio ayuda a ver las cosas desde otra perspectiva. SrdjanPav / Getty Images

5. Trabajar la aceptación. Cuando nos quejamos, de algún modo, estamos mostrando un desacuerdo con la realidad, con lo que es. Durante esos siete días, cada vez que observaba en mí esta resistencia intentaba buscar unos minutos de calma para cerrar los ojos y observar mi cuerpo y mi respiración. Una vez encontraba en qué lugar del cuerpo se hallaba dicha resistencia y qué sentimientos suscitaba, trababa de respirar con ellos, aceptarlos y dejarlos ir, hasta que desaparecían.

6. Practicar la humildad. Una persona que se queja, además de hacerlo, le está diciendo al mundo que merece algo mejor, que tiene derecho a algo que no se le está dando. Ser humildes y darnos cuenta de que no somos el centro del mundo puede ser de gran ayuda para ver las cosas bajo otra perspectiva. Todos tenemos un papel importante en el juego de la vida y la persona de quien nos estamos quejando quizá está atravesando por una circunstancia tan difícil que, de conocerla, nos haría enmudecer de inmediato.

Dicen los expertos que hacen falta veintiún días para cambiar un hábito. No sé si seré capaz de mantener mi propósito de cero quejas durante dos semanas más. Pero si he aprendido algo en estos siete días es a darme cuenta de lo mucho que esta costumbre inconsciente afecta a nuestro bienestar. Cuando nos quejamos tendemos a interpretar las cosas de forma mucho más negativa que cuando no lo hacemos. Es como si pusiéramos en marcha una máquina de humo gris que empañase la realidad todo el tiempo. Cuando no nos quejamos de repente liberamos una gran cantidad de energía que podemos utilizar para concentrarnos en nuestros objetivos y, sobre todo, para hacernos responsables de nuestra propia felicidad.

Lamentarse por el estado del tráfico no soluciona nada y aumenta la ansiedad. BraunS / Getty Images