La imagen de Gisèle Pelicot ocupa todas las portadas del mundo. Es la nueva heroína feminista. Para siempre, será el rostro de la dignidad y la resistencia. A las supervivientes de la violencia sexual, esta mujer les ha dado una razón para pensar que este mundo es desde hoy un poco mejor. Hay una esperanza para que la vergüenza cambie de bando si empiezan a quebrarse los sistemas que intimidan a las víctimas para que guarden silencio.
Merci, madame.
Después de un veredicto que hace justicia, ¿qué queda de este juicio extraordinario? La naturaleza de los brutales crímenes que se cometieron no era en sí excepcional. Sí lo era su magnitud, absolutamente desgarradora. Ya éramos muy conscientes de que las mujeres corren peligro sobre todo en sus propios hogares y que las violaciones las perpetran hombres corrientes. Un amigo, un conocido, un familiar, gente en general respetada en sus círculos sociales e íntimos. Gisèle Pelicot acaba definitivamente con el mito del “monstruo” pervertido que agrede a mujeres desconocidas. En ese sentido, este juicio no nos ha enseñado nada que no supiéramos ya.
Pero es la valentía de esta mujer la que nos ha obligado colectivamente a dejar de mirar hacia otro lado. La realidad que nos devuelve el espejo de Mazan debería hacernos reflexionar. Las agresiones sexuales son un fenómeno social y estructural masivo. Como en toda forma de maltrato, en el silencio cómplice anida la maldad.
En Francia, Gisèle Pelicot ha encarnado a la víctima perfecta. Su marido la sedó, la violó, reclutó a decenas de hombres más para infligirle una cantidad inimaginable de violencia sexual a lo largo de una década. No debe sorprender, pues, que Dominique Pelicot y sus 50 coacusados hayan sido declarados culpables, y que el propio Pelicot haya sido condenado a 20 años de prisión.
A diferencia de la inmensa mayoría de las 110.000 personas que sufren violencia sexual en Francia cada año, que Gisèle estuviera drogada e inconsciente durante estos delitos significaba que no se la podía acusar injustamente de haber causado o provocado ella, de algún modo, esas agresiones. De ahí que hablemos de la víctima perfecta.
El hecho de que estuviera inconsciente durante las violaciones significaba que no se la podía acusar de haberlas provocado ella
La fuerza de una mujer cuyo indecible destino ha despertado la solidaridad internacional no puede ocultar el calvario que sufren otras cientos de mujeres que se deciden a denunciar. Negaciones y rechazos diarios a sus versiones en favor de los supuestos agresores las deja en la intemperie moral y judicial. En la última década, el 86% de las denuncias de violencia sexual en Francia han sido desestimadas, lo que significa que sólo el 14% de los casos han llegado a juicio. Pero incluso en esos casos, el índice de condenas es muy bajo: sólo el 13% de los investigados se enfrentan a consecuencias.
Ojalá estos porcentajes empiecen a cambiar ahora porque tras ellos hay personas que cargan con mucho dolor. Hoy también es un gran día para la justicia francesa, que se ve ante la oportunidad de corregir dinámicas que degradan a las mujeres. El caso Pelicot ha hecho estallar el debate sobre si hay que incluir el concepto del consentimiento en el derecho penal francés, donde ahora no está.
Pero de nada servirá reformar la ley mientras no cambien los valores de la masculinidad. Las atrocidades de Mazan revelan una versión extrema de lo que muchos hombres encuentran excitante: penetrar el cuerpo de una mujer inconsciente. En el fondo, reflejan la creencia de que un hombre tiene derecho a hacer lo que quiera con el cuerpo de “su” mujer, que su esposa les “debe” sexo y que cualquier “oportunidad” para mantener relaciones sexuales es buena para ser aprovechada.
En su declaración tras el veredicto de hoy, Gisèle Pelicot ha asegurado que confía “en nuestra capacidad colectiva para encontrar un futuro mejor en el que mujeres y hombres puedan convivir con respeto mutuo”. Espero que tenga razón.