Esta carta os hará llorar
Covid y vejez
¿Cuántos ancianos sobrevivirán a la pandemia y sucumbirán a la soledad?
En la más que centenaria existencia de La Vanguardia , la sección de Cartas de los lectores ha sido y es una de las más importantes. Los arqueólogos del futuro hallarán aquí oro para complementar las informaciones del diario e interpretar nuestra época. Descubrirán en las páginas interiores a los Césares, a los grandes nombres de la Historia en mayúsculas. Y en las Cartas de los lectores, a los secundarios de lujo de la historia en minúsculas, a los legionarios que hicieron posible que el divino Julio cruzara el Rubicón.
Descubrirán a Pepi.
Josefa Tamborero Tortosa, Pepi , es uno de esos millones de seres irrepetibles que desprenden luz e irradian felicidad y amor. El día que se vaya de este mundo dejará un recuerdo imborrable en cuantos la trataron. Nosotros tuvimos la suerte de conocerla gracias a la carta de una de sus hijas, la actriz y cineasta Mireia Ros.
Se publicó el 16 de agosto. Como es habitual, apareció en el idioma en que fue redactada tanto en nuestra edición en castellano como en catalán. No cometeremos el error de resumirla ni de traducirla. Leedla, por favor. Incluso quienes no entiendan el catalán captarán su mensaje con un mínimo esfuerzo.
Cuando la Covid-19 sea una tragedia tan lejana como la peste negra de la edad media, piedras angulares como esta carta permitirán entender todo el daño y todo el dolor que causó el coronavirus, especialmente entre los mayores y sus familias. Ni los más sesudos informes sobre la pandemia y sobre la intolerable cifra de vidas que segó en los geriátricos conmoverán tanto como Mireia Ros hablando de su madre, que entonces llevaba “cinco meses en una habitación”.
Esos ocho parrafitos lograron que nos preguntáramos cuántos ancianos sobrevivirán al virus, pero sucumbirán a la soledad, el aislamiento y la falta de besos y de abrazos.
Pepi, de 93 años, es la madre de Mireia (bautizada en realidad como Lídia: Mireia Ros es su nombre artístico). De ella y de ocho hijos más: Nuri, Neus, Jordi, Nani, Olga, Sònia, Sílvia e Ivan. La mayor, Nuri, y el benjamín, Ivan, ya han fallecido. ¿Han fallecido?
No, siguen vivos en el corazón de su madre, que los ve y habla con ellos. También recuerda a su marido, Jordi Senties Lecina, que murió en el 2006 y que siempre será para ella un joven y guapo representante comercial de productos electrónicos. Se conocieron en un baile. Una tarde, meses después de la muerte del más pequeño de sus hijos, que tenía síndrome de Down y era su debilidad, le preguntaron qué quería hacer y ella dijo: “Daré un paseo con Ivan”.
En otra ocasión, con sus maravillosos ojos azules perdidos en el vacío, le preguntaron qué miraba. “A vuestra hermana Nuri, que está aquí, conmigo”. Nuri, que murió en el 2014, sabía que el cáncer acabaría con ella. “No le digáis nada a la mamá: no quiero que sufra”. Dos años después, se fue Ivan. La misma tarde del entierro algo se despertó en Pepi: “¿Yo tenía un hijo, verdad?”. Dijo tenía, no tengo.
“Tienes un hijo”, le contestaron y no saben si hicieron lo correcto. “Si se lo hubiéramos dicho, le habríamos dado un disgusto tremendo, pero quizá a la pena le habría seguido la tranquilidad por saber que su hijo ya no la necesitaba”. Antes de que desconectara casi por completo de la realidad, la mayor preocupación de Pepi era qué pasaría con él. “Prometedme que jamás lo encerraréis”, exclamaba en medio de una conversación, sin venir a cuento. “Mamá, ¡cómo se te ocurre eso!”.
La demencia senil comenzó antes de cumplir los 80. Cuando su mente ya era un libro al que le faltaban muchas páginas, una de sus hijas le preguntó:
–Mamá, ¿has sido feliz?
–Sí, claaaro que sí.
–¿Cómo puedes decir eso con la vida tan dura que te tocó?
–¡He sido feliz porque yo he querido ser feliz!
Tres días después de la publicación de la carta, Mireia logró vencer todas las reticencias burocráticas y se llevó a su madre de vuelta a casa. Era la segunda vez que lo hacía. Pepi, que va en silla de ruedas, necesita cuidados las 24 horas del día, los siete días de la semana. Tarde o temprano deberá regresar a la residencia. No será una decisión fácil. Pepi es un cielo, pero conserva un atisbo de la energía desbocada que un día tuvo. Cuando tratan de darle la comida, retira la cabeza. Intenta hacerlo sola, aunque no puede.
Siempre que le preguntan si quiere un beso o un abrazo, su sonrisa se ilumina y dice inmediatamente que sí. A Mireia, que es la quinta de la familia, la ayudan sus hermanas y Bety, una señora boliviana que es una más de la casa. “Pero ya no somos las que éramos ni tenemos la fuerza que tuvimos”. Y luego está el trabajo, las obligaciones de cada una...
Estos días Mireia, que es como un frasquito de un perfume caro y apenas pesa 47 kilos, ensaya cuatro horas diarias. Su próximo proyecto es el musical La ciutat llunyana, escrito y dirigido por Evelyn Arèvalo y protagonizado por el pianista Carles Marigó y por ella misma, que da vida a una vedette en el Paral·lel de 1938. El espectáculo comenzará a andar el 13 de septiembre en los Lluïsos d’Horta y luego se representará por toda Catalunya hasta recalar en un teatro de Barcelona todavía por decidir.
Ya no trabajamos, no viajamos y no nos relacionamos con el mundo como hace 50 años. Tampoco las familias son como las de antes, pero algunos quieren que los hogares sigan siendo como hace medio siglo. Luchando entre la necesidad y el deseo, el pasado mes de febrero las hijas de Pepi se rindieron a la evidencia. La ingresaron en un geriátrico. Poco después, haciendo honor a su fama de indómita, Pepi intentó levantarse y se cayó.
Mireia decidió entonces que se recuperara en su casa y se la llevó con ella, pero aquel primer regreso le demostró que ni todo el amor del mundo puede frenar los estragos del tiempo ni evitar los accidentes: su madre sufrió otra caída. Cuando era una niña, le escuchó mil veces: “Si pierdes un tranvía, no corras; otro vendrá después”. Las prisas no son aconsejables, pero Mireia no se lo pensó dos veces. En lugar de pedir ayuda, la levantó ella misma. Aún no sabe cómo pudo hacerlo. O sí lo sabe. Se lo recuerda un pinchazo de dolor en el hombro.
Cuando su madre recibió el alta hospitalaria, volvió al geriátrico. La idea era visitarla a menudo, sacarla de paseo, pasar con ella los fines de semana y las vacaciones. Entonces llegó el estado de alarma y una tragedia que se resume en siete palabras: “La mare, cinc mesos en una habitació”.
La residencia le puso inicialmente trabas y le desaconsejó que lo hiciera, pero 72 horas después de que la carta apareciera en La Vanguardia, Mireia trasladó a Pepi a su casa. Cada día le pintan los labios, le ponen un sombrerito y la mascarilla. Luego le dan un paseo en su silla de ruedas por el Eixample. Su mirada ha recuperado parte de su antiguo esplendor. “De águila, mi madre tiene ojos de águila”, pensaba Mireia de niña.
Hemos dejado casi para el final lo menos importante: la extraordinaria belleza de Pepi. Ahí están las fotos. Pudo ser actriz o cantante. Tenía una voz fantástica. En el piso familiar, en una finca de la calle Castillejos, frente a las Glòries, era la radio comunitaria. Tenía un repertorio inmenso y bordaba a Concha Piquer. “Él vino en un barco, de nombre extranjero...”. Y entonces, una vecina se asomaba al patio de luces y gritaba: “¡Pepi, cántame El reliquiario !”. Y ella accedía gustosa: “Un día de san Eugenio, yendo hacia el Pardo, le conocí...”.
De jovencita, alguien insinuó que podría convertirla en una niña prodigio. Sus padres pusieron el grito en el cielo. “¡Actriz es un oficio de putas!”. Pepi se vengó dando a sus hijas una libertad absoluta. De no ser por ella, Mireia no sería artista y directora de cine. Una de sus películas más celebradas, La Monyos , de 1996, reconstruye la vida de una mujer que se convirtió en un icono de la Rambla a principios del siglo XX.
El hilo conductor de la película es una niña que no se llama Pepi por casualidad: este personaje está inspirado en los recuerdos y las fantasías de su madre, que conoció a la Monyos de verdad. Autora de documentales tan maravillosos como Down n’hi do! , que se estrenó en TV3 con una excelente acogida, en la obra de Mireia también es capital su hermano Ivan, “una batería inagotable de amor como todas las personas con síndrome de Down”.
Mireia debería escribir un libro sobre aquel piso de la calle Castillejos. Poco después de que recordara durante horas a sus padres, “que vivían en colores en una España en blanco y negro”, una señora iluminó el Eixample. Se diría que sabía que su hija la había elogiado por su afán por ser feliz y hacer felices a los demás. Una sonrisa se le adivinaba bajo la mascarilla. Otras manos empujaban su silla de ruedas. Llevaba un abanico que no abrirá en toda la mañana, pero que sujetaba como un tesoro. Y sonreía.
Se llama Pepi, pero podría llamarse Quimeta, Josep, Lluïsa, Manuel, Justa, Antoni, Maria, Paco o Carmen. Muchas llamas ya se han apagado y desgraciadamente otras lo harán pronto. Se irán sin ruido, sin imaginar que sus vidas merecen ser contadas en un periódico, como si su paso por este mundo no fuera importante. Y en realidad son lo más importante que hemos tenido y que tendremos jamás.