Un siglo de mujeres en política
Vanguardia Dossier Nº73
En 1890 prácticamente ninguna mujer tenía prerrogativas electorales a nivel nacional. Fue a principios de la década de 1910 cuando el sufragio en iguales condiciones hizo rápidos progresos
El siglo de las mujeres
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Dawn Langan Teele es profesora adjunta Janice and Julian Bers de Ciencias Sociales y miembro de la Junta Ejecutiva del programa sobre género, sexualidad y estudios de mujeres de la Universidad de Pensilvania. Este artículo está basado en su libro ‘Forging The Franchise: The policial origins of the women’s vote (Princeton University Press, 2018).
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En 1890 prácticamente ninguna mujer tenía prerrogativas electorales a nivel nacional. A principios de la década de 1910, la igualdad en el sufragio (es decir, que las mujeres pudieran votar en igualdad de condiciones que los hombres) hizo rápidos progresos. Entre los primeros lugares que ampliaron el voto a las mujeres se encuentran la isla de Man, que permitió el voto femenino en su Parlamento local (el Tynwald) a partir de 1881; diversos estados de la frontera occidental de Estados Unidos (con autoridad para conceder el sufragio en todos los niveles electorales); y los gobiernos semisoberanos de Nueva Zelanda y Australia. En 1930, más de treinta países habían ampliado la igualdad de sufragio; y en 1950, todas las nuevas constituciones que preveían derechos de sufragio masculino incluían también a las mujeres en las mismas condiciones.
Hubo claros patrones regionales en la concesión del sufragio en todo el mundo. Los países europeos fueron los primeros que ampliaron el derecho de sufragio a las mujeres, rápidamente a partir de 1910 y ampliándolos por segunda vez hacia el final de la Segunda Guerra Mundial (cuando Francia e Italia otorgaron el derecho de voto a las mujeres). La primera oleada europea incluye a países que se integrarían en la Unión Soviética tras el final de la Primera Guerra Mundial. La adopción del sufragio despegó en Asia oriental y el Pacífico, así como en los países latinoamericanos, en la década de 1940. Casi todos los países de América Latina habían concedido ya el derecho de voto a las mujeres en la década de 1960, pero varios países de Asia oriental y el Pacífico resistieron hasta más avanzado el siglo. El África subsahariana vio en torno a la década de 1950 una gran expansión de los derechos de las mujeres, con un punto álgido coincidiendo con los grandes esfuerzos descolonizadores y el cambio hacia la independencia en la década siguiente.
Además de la variación regional en el ritmo de concesión del sufragio femenino, los países también tomaron caminos diferentes para llegar a él: universal, impuesto, gradual e híbrido. En los países que siguieron el camino universalista, se concedió el sufragio universal a hombres y mujeres al mismo tiempo, y en la primera vez que se otorgó el sufragio. La ruta impuesta se produjo cuando la metrópoli colonial decretó el sufragio femenino en sus territorios, o cuando una potencia ocupante insistió en el sufragio (p.ej., al final de una guerra). La vía gradualista implica una alternancia entre la inclusión de hombres y mujeres. Existen diversas variantes, pero un curso típico ha sido la concesión limitada a los hombres, luego a todos los hombres y luego el sufragio universal. Por último, hay casos híbridos en los que los países permitieron en un principio el voto a algunos hombres, y luego, tras una nueva Constitución adoptada como consecuencia de un cambio de régimen (o tras dictaduras), permitieron el sufragio universal. En el mundo en su conjunto, el sufragio gradual ha sido el más común (alrededor de un 44% de los países), seguido por el sufragio impuesto (28%). El sufragio universal se aplicó en un 15% de los países, y la categoría híbrida, en un 14%.
La vía más común a la aparición del sufragio en los países de Asia oriental y el Pacífico, así como en el África subsahariana, regiones fuertemente colonizadas, fue la imposición. Tras la independencia, muchos de los países democratizadores de Asia oriental y el Pacífico, así como de Asia meridional, optaron por la ampliación universal de golpe. Vemos también que el camino gradualista dominó en América del Norte, América Latina, Oriente Medio y el norte de África, así como en Europa y Asia Central, un patrón relacionado con los primeros pasos dados en algunos de esos países hacia un sufragio masculino limitado. Los diversos patrones regionales en la concesión del sufragio apuntan a la idea de que la obtención del voto femenino estuvo relacionada con las condiciones del imperialismo y la trayectoria democratizadora general de los diferentes países.
¿Fueron importantes los movimientos?
Para los estudiosos del sufragio la pregunta clásica es: ¿fueron importantes las mujeres y en qué medida? Quizá parezca difícil sostener que las mujeres fueran las agentes del cambio político en la lucha por el sufragio, puesto que no tomaron las armas para conquistarlo, sino que lo obtuvieron en el contexto de la política electoral y legislativa. Se hace creer que se limitaron a desfilar con sus vaporosos vestidos ante una opinión pública que ya había cambiado de opinión sobre los derechos de las mujeres. Sin embargo, en la misma medida en que es seguro afirmar que cualquier movimiento social es importante para garantizar un derecho concreto, también lo es afirmar que lo fue el movimiento sufragista. Los estudiosos disienten acerca de la forma en que lo fue y ofrecen explicaciones como el uso de manifestaciones públicas, la recogida de peticiones a gran escala, el despliegue de tácticas internas como acorralar a los legisladores y el intercambio de favores, el cambio de la opinión pública, o favorecer políticos o campañas. Muchas voces han señalado que los lugares con los mayores movimientos formaron parte de la primera oleada de países donde se concedió el derecho de voto, y que la utilización de tácticas públicas como la celebración de mítines y manifestaciones estuvo relacionada con un sufragio temprano. Así, la tardía concesión del derecho de voto en lugares como Francia y Suiza y en muchos países de América Latina se atribuye, en parte, a las acciones más comedidas de las sufragistas organizadas.
No obstante, el hecho de que las reformas fueran dirigidas en las cámaras parlamentarias por legisladores varones ha dificultado la afirmación de que el movimiento fue decisivo. Ello es sobre todo así porque no existen buenos datos internacionales sobre el tamaño del movimiento sufragista a lo largo del tiempo y porque está claro que algunos países extendieron el voto en ausencia de un gran empuje local por parte de las mujeres en favor de ese derecho. Las relaciones entre las organizaciones de mujeres y entre las feministas de diferentes clases sociales han sido objeto de numerosos y excelentes estudios desde los ámbitos de la historia y las ciencias políticas. Si bien en Estados Unidos el conflicto racial fue una división particularmente perniciosa que afectó la naturaleza y el éxito del movimiento por el sufragio, es importante comprender que cada país tuvo su propia división. En lugares como Francia, la división estuvo ligada a las relaciones Iglesia- Estado y al republicanismo; en algunas partes de América Latina, en cambio, la división vino marcada por el papel de la Iglesia en las incipientes democracias; en Suiza, se impuso la división lingüística y cantonal; en muchos países africanos, la división fue racial y étnica, entre colonizadores y colonizados. Allá donde las mujeres de las clases más privilegiadas se encontraban muy alejadas de la mayoría de las mujeres, las dificultades para formar una alianza por encima de las divisiones fueron grandes.
En mi libro sobre la extensión del sufragio, sostengo que el tamaño del movimiento en un país dado estuvo relacionado con los intereses de quienes serían sus dirigentes. Muchos de los países que ampliaron el voto más tardíamente en el siglo XX tenían altos grados de desigualdad. En esos lugares, los tipos de mujer que podían estar en posesión de la educación, la iniciativa y los recursos para comprometerse con una campaña social a largo plazo estaban a menudo más preocupadas por mantener su privilegio de clase, o por mantener su forma preferida de gobierno, que por emitir un voto. En algunos países, el compromiso con otros objetivos políticos, como el socialismo y el antiimperialismo, desplazó la movilización en favor del sufragio entre activistas por otra parte feministas. Por tanto, el tamaño del movimiento es en sí una respuesta a las condiciones políticas y económicas locales y a los deseos de las potenciales sufragistas. Este punto vista permite comprender algunas de las tensiones bien documentadas surgidas entre las organizaciones de mujeres, como la aparición en muchos países de organizaciones antisufragistas (con mujeres dirigiendo la campaña política contra la participación femenina en la política). También ayuda a comprender por qué, en contextos en los que el sufragio masculino ya era general, los grupos sufragistas estaban con frecuencia peor organizados que cuando había un sufragio masculino limitado: la extensión del sufragio tendría consecuencias mucho más profundas de aplicarse a todas las mujeres, y a menudo las representantes de la clase alta no estaban dispuestas a aceptar esa contrapartida.
¿Reflejos de un movimiento burgués?
El hecho de que estuviera recorrido por divisiones no significa que el movimiento sufragista o que la celebración del centenario del sufragio femenino en muchos países deba desecharse como una simple celebración burguesa. En realidad, se pueden aprender muchas cosas de los movimientos sociales estudiando la historia de la conquista del sufragio femenino.
La primera lección fundamental es que las mujeres no obtuvieron el voto limitándose a esperar que los hombres se despertaran y cayeran en la cuenta de la justicia de su demanda, sino que tuvieron que luchar (de forma minuciosa entre bastidores y ruidosamente en público) para ser tomadas en serio. Todas las actividades que emprendieron empujaron los límites de la época, y todas fueron radicales, aunque algunas mujeres defendieran estrategias aun más radicales.
En segundo lugar, por mucho que hayan dado que hablar las supuestas peleas de gatas entre sufragistas y organizaciones sufragistas en las que las dirigentes del movimiento dominante condenaban con frecuencia las tácticas de los sectores radicales (por ejemplo, las disputas entre la moderada Millicent Fawcett y la agresiva Emmeline Pankhurst en el Reino Unido, o entre la formidable Carrie Catt y la combativa Alice Paul en Estados Unidos), lo cierto es que las radicales desempeñaron una función importante para el movimiento dominante. La existencia de un ala militante permitió a las moderadas acceder a la prensa y los políticos envueltas en un manto de respetabilidad. Ello aumentó la posición y la influencia de las sufragistas centristas. En ese sentido, ni las radicales ni las moderadas pueden atribuirse todo el mérito de la victoria. Todas fueron parte integral del proceso.
Lo que estas dos lecciones implican para la política actual es que los derechos de las mujeres no son sólo cosas que surgen automáticamente a su debido tiempo con el desarrollo, sino que son cuestiones fundamentales que hay que exigir y de las que hay que ocuparse. La afirmación de que las mujeres son iguales y merecen igual trato es todavía una noción radical y es todavía rechazada en muchos ambientes. Lo vemos cuando los políticos y la prensa insisten en que respaldarían a las mujeres en el tema X si se comportaran de un modo más propio de las damas; en realidad, están usando una vieja táctica para avergonzar a las mujeres que exigen más acusándolas de no ser lo bastante femeninas. Ese tipo de retórica se manifestó durante las protestas contra la confirmación de Brett Kavanaugh como juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos; por ejemplo, cuando el senador Orrin Hatch espetó a las mujeres que lo interpelaban por su respaldo a Kavanaugh que “maduraran”. Sin duda, muchas mujeres sentadas frente al televisor y opuestas a la confirmación de Kavanaugh podrán rechazar la idea de perseguir entre gritos a un senador, pero de lo que no se dan cuenta es de que no tendrían posibilidad alguna de conseguir sus objetivos si no fuera por todos los gritos de las mujeres a lo largo de la historia. Como les gustaba decir a las sufragistas, las mujeres educadas pocas veces han hecho historia.
Inclusión, ¿y luego qué?
Tanto antes de la conquista del voto como después, la mayoría de las sufragistas comprendió que las mujeres necesitaban algo más que la ciudadanía política. La paradoja es que el sufragio a menudo se justificó como un medio para alcanzar el fin de un mayor poder político, aunque para obtener de facto el derecho de voto quien carece de derechos tiene que hacer antes acopio de una extraordinaria cantidad de poder. Muchos estudiosos han lamentado la incapacidad de las mujeres para proyectar ese poder tras la conquista del sufragio; por ejemplo, formando partidos influyentes de mujeres o proponiendo un amplio programa legislativo. Y es posible que el sufragio sea otro ejemplo más de una inclusión de las mujeres sin efecto alguno sobre la representación sustantiva.
Es cierto que hará falta mucho más tiempo para que aumente de verdad la participación femenina en los puestos de dirección política; en la mayoría de los países no ha sido hasta el último cuarto del siglo XX cuando las mujeres han llegado a las asambleas legislativas. Desde la década de 1980, ha crecido en todo el mundo el poder femenino en la izquierda y la derecha, aunque con un mayor número de mujeres procedentes de los partidos de izquierda. El poder de las mujeres centristas ha caído en relación con esos otros grupos, en un reflejo de la disminución del poder centrista en todo el mundo. En el mismo período, la izquierda ha reducido en general la brecha de poder, acercando a su postura a los partidos de derecha; los partidos centristas, en cambio, han perdido poder. Esa dinámica cambiante indica que hacia finales del siglo pasado el poder de los partidos de izquierda y la importancia de las mujeres en esas coaliciones puede que hayan sido los responsables de muchos cambios legislativos fundamentales en todo el mundo, incluidos la aprobación de protecciones en relación con el trabajo infantil, la mejora en la legislación relativa a la violencia contra las mujeres y, de modo más reciente, el establecimiento de cuotas de género en más de 130 países.
Así, mientras que muchos países de la OCDE experimentaron a principios del siglo XX grandes ampliaciones en el derecho al sufragio por parte de las mujeres, se necesitó otro medio siglo –durante el cual aumentó el poder de los partidos de izquierda– para que aumentara la representación numérica femenina. El cambio masivo que se ha producido en los últimos veinte años se ha debido sobre todo al impacto de las cuotas de género.
Conclusión
Hay algunas lecciones del movimiento en favor del sufragio femenino que debemos tener en cuenta al mirar hacia el futuro y tratar de mejorar las oportunidades de las mujeres de participar hoy plenamente en la vida pública. La primera es que, visto de modo retrospectivo, el derecho político del voto femenino parece inevitable, pero podría haber ocurrido de otra manera. De entrada, podría haber tardado mucho más en materializarse en los diferentes países. Típicamente, el sufragio no fue un regalo apolítico de unos políticos conscientes de que había llegado el momento de hacerlo, sino que se hizo realidad tras un largo movimiento social nacional e internacional en favor
de las reformas.
En segundo lugar, la ampliación de los derechos de las mujeres no siempre se produce a la par que la democratización. Aunque la mayoría de los países iniciales que aprobaron el sufragio femenino eran democracias, en algunos lugares las mujeres lograron el voto bajo gobiernos autoritarios, y muchas de las iniciales democracias limitadas se resistieron durante bastante tiempo a la inclusión de las mujeres (por ejemplo,
los casos de Suiza y Francia).
En tercer lugar, lo femenino y lo progresista no van necesariamente de la mano. Siempre ha habido un tira y afloja entre progresismo y tradicionalismo entre las mujeres. Los temas sociales tienden a estimular la movilización femenina; los sentimientos populistas y nativistas que hoy cobran importancia estaban presentes a principios del siglo XX y se hallaban en la raíz de temas candentes como el trabajo infantil. Al mismo tiempo, las estadounidenses blancas siempre han votado, en una pequeña mayoría, por el Partido Republicano. Este hecho histórico está en consonancia con el 53% de las mujeres blancas que votaron Trump, algo que se repite con frecuencia y que en Estados Unidos no sorprendió a los especialistas en género y política. Si bien las mujeres han tenido y siguen teniendo preferencias políticas diferentes a las de los hombres, sus valores, prioridades e intereses políticos nunca han sido monolíticos.
En cuarto lugar, los sistemas de partidos (en buena medida, mayoritariamente blancos y masculinos) han servido históricamente como canal de reclutamiento y formación de políticos, y han excluido a las candidatas. La falta de apoyo de los partidos afecta especialmente a las mujeres cuando son candidatas locales o recién llegadas a la vida política debido en parte a las tradicionales divisiones del trabajo basadas en las normas de género. El aumento del tiempo dedicado por las mujeres al trabajo fuera del hogar no encuentra una disminución correspondiente del trabajo dentro del hogar. En las parejas heterosexuales en las que ambas partes trabajan fuera del hogar, las mujeres realizan, en promedio, una hora y media de trabajo doméstico por cada hora de los hombres. Además, sabemos que los hombres son más propensos a donar a candidatos masculinos y las mujeres a candidatas femeninas, y que las mujeres tienden a donar cantidades menores. Esto significa que las mujeres que buscan aumentar la representación femenina deben abrir sus bolsillos.
Los problemas de las mujeres de los inicios del siglo XX se convirtieron a menudo en los problemas de todos: tenemos leyes contra el trabajo infantil y la gran mayoría de estadounidenses matricula a sus hijos en las escuelas públicas gracias al activismo de las mujeres. En la actualidad, a medida que cambia la demografía y crece el activismo, la escena política incluye las voces de más mujeres que nunca, y hay razones para creer que las cuestiones que plantean se afianzarán en la democracia por más que la lucha sea larga y dura.
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