Luciana y Ángela, las ‘diabólicas’ instigadoras de la masacre de Puerto Hurraco
Las caras del mal
“Ya nos hemos vengado. Ahora que sufra el pueblo”, declararon sus hermanos y autores de la matanza
Un amor prohibido, un incendio y una venganza desencadenaron uno de los casos más terribles de la crónica negra española
Una serie de rencillas entre los miembros de dos familias de un mismo pueblo terminaron en agosto de 1990 por costarles la vida a nueve personas. Estas líneas son la prueba real de cómo el germen del odio es la peor de las lacras del ser humano. Disputas, amenazas, peleas, apuñalamientos y toda clase de reyertas hicieron del tranquilo pueblo de Puerto Hurraco, en Badajoz, una de las localidades más negras de la criminología española.
Dos clanes, los “Pataspelás” y los “Amadeos”, se dedicaron a cultivar durante décadas una acérrima animadversión en dicha región extremeña. De nuevo la venganza como motivo principal, y la muerte como conclusión, hacen de este abominable caso uno de los más cruentos en España. Los protagonistas de la masacre, los hermanos Izquierdo: Luciana y Ángela -las instigadoras-, Emilio y Antonio -los ejecutores-.
Forjando la enemistad
Todo se inicia veinte años antes de la masacre. Nos remontamos a 1967, cuando Amadeo Cabanillas -de los Amadeos- traspasa con su arado los límites de sus tierras invadiendo las de la familia Izquierdo -los Pataspelás-. La bronca fue monumental y llegaron a las manos. La enemistad continuó cuando Amadeo y Luciana Izquierdo se enamoran. Mantienen una relación donde él le propone matrimonio pero acaba por rechazarla.
Ciertas fuentes señalan que la ruptura hizo mella en Luciana, lo que enfureció especialmente a su hermano mayor, Jerónimo Izquierdo. Aprovechándose de una nueva discusión a causa de los límites de sus respectivas tierras, éste la emprendió a puñaladas con Cabanillas, al que mató. Jerónimo fue condenado a catorce años de prisión y, una vez cumplida la pena, se mudó a Barcelona.
Otro de los extraños sucesos que rodean a la familia Izquierdo es la muerte de la madre, Isabel. En 1984 se produjo un incendio en la vivienda y ella no logró escapar de las llamas. Se quemó viva ante la atónita mirada de sus seis hijos, entre ellos Antonio y Emilio. La familia Izquierdo señaló a los Amadeos como los únicos responsables, pero el caso nunca se esclareció. El presunto móvil del crimen era el romance que esta mujer había tenido en su juventud con el abuelo de los Cabanillas.
Las malas lenguas afirmaban que nadie quiso ayudarla: “Salvaban de las llamas el televisor, el frigorífico y los muebles mientras la madre se tostaba en una de las habitaciones de dentro”.
El rumor que corría por las calles era que el autor del incendio era el hermano del fallecido Amadeo, Antonio Cabanillas que quería vengarse por lo ocurrido a su hermano. Sin embargo, ante la falta de pruebas, la policía no pudo inculparle. En 1986, Jerónimo Izquierdo regresó a Puerto Hurraco para apuñalar al presunto asesino de su madre, Antonio Cabanillas. Le hirió de gravedad, pero sobrevivió. Jerónimo fue conducido al hospital psiquiátrico de Mérida, donde falleció nueve días más tarde.
Los hermanos Izquierdo decidieron abandonar el pueblo, pero juraron regresar para hacer justicia. Sus hermanas, Ángela y Luciana les alentaban para perpetrar un nuevo escarmiento.
‘El séptimo día’
El día D había llegado. Eran las diez de la noche del 26 de agosto de 1990 cuando Antonio y Emilio Izquierdo cuentan a sus hermanas que se iban a cazar tórtolas. Pero en realidad, se personan en el centro del pueblo. Vestidos de caza y en su Land Rover se esconden en un callejón para no ser vistos. Portan dos escopetas y más de trescientos cartuchos.
Esperan al acecho para disparar a cualquier persona que pertenezca al clan de los Amadeos. Su respiración es entrecortada pero aguardan pacientemente. De repente, Antonia y Encarnación Cabanillas, dos niñas de catorce y doce años, respectivamente, salen a jugar a la calle. Se las ve felices mientras bailan y cantan en medio de la calzada. Es en ese instante cuando los dos hermanos no dudan en coger sus escopetas y dispararles.
Los cartuchos que utilizan son postas -están forrados de plomo o hierro- y sirven para destrozar la piel dura de los jabalíes. “Como cuando salimos a cazar tórtolas”, explicaron durante la toma de declaración. Dispararon hasta en dieciocho ocasiones, y las balas despedazaron los tórax de las pequeñas.
Ante los ensordecedores estruendos, sale a la calle la tercera hermana, que también es salvajemente acribillada. Después aparece en escena Manuel Cabanillas, de cincuenta y siete años, que les recrimina: “¡Estáis locos, que las vais a matar! ¿No veis que son unas niñas?”. Cinco disparos acaban con su vida. El hijo de éste también es alcanzado en la espalda.
Los gritos y los lamentos inundan el centro de un pueblo cuyos habitantes no dan crédito a lo que está sucediendo. Reina la confusión y el miedo mientras Antonio y Emilio continúan cargando cartuchos en sus escopetas. Ya no hay tregua para nadie. Los cañonazos son indiscriminados. Disparan a todo ser viviente con el que se topan.
Una de las vecinas, Araceli Murillo Romero, que se encuentra tomando el fresco en la puerta de su casa, es asesinada de dos disparos. La venganza ha cegado la razón de esta familia. Otro de los vecinos, José Penco Rosales, consigue llevarse en su coche a dos de los heridos a un pueblo vecino, Castuera, pero cuando regresa es abatido a tiros al volante. Los asesinos prosiguen con la matanza.
A cañonazos
Como si de una película del Oeste se tratase, disparan a los tejados, las puertas, las ventanas y los vehículos estacionados. Tres vecinos mueren mientras intentan escapar, pero varios de ellos consiguen llegar al Cuartel de la Guardia Civil, que envía una patrulla al lugar de los crímenes.
Durante una hora, Antonio y Emilio Izquierdo pasean por Puerto Hurraco dejando un reguero de muertos. Ya no importaba cómo se apellidasen. El escenario parecía más una carnicería por culpa de la cantidad de sangre derramada por las víctimas. Una vez finaliza la matanza huyen al monte, pero son capturados por un dispositivo policial de doscientas personas. Tardaron nueve horas en dar con ellos.
Esa misma mañana la prensa se hace eco de la terrible noticia y la conmoción se apodera de Puerto Hurraco y de la opinión pública. Los familiares de las víctimas se unían en un solo grito: “¡Que les arranquen la piel, que maten a sus hijos para que vean cómo duele, que nos los dejen a nosotros!”.
Entre las perlas que los asesinos dejaron durante su interrogatorio ante la policía, destacamos la que lanza Emilio Izquierdo, el supuesto líder de los Pataspelás: “Hemos disparado ahora en agosto porque soy muy friolero [...] y en invierno se me agarrotan los dedos y no hago puntería”.
Una vez en la cárcel, el pueblo señala a las dos hermanas de Antonio y Emilio, Ángela y Luciana, como principales inductoras de la matanza. Llegan a compararlas con el “mismísimo diablo”. Incluso las autoridades alertan de su desaparición en ese tiempo. Nadie las había visto en la casa que compartían los cuatro hermanos en la pedanía pacense de Monterrubio.
Parece ser, tal y como explicaron después, que su intención era hablar con Felipe González, por aquel entonces presidente del Gobierno, para contarle sus “desgracias”. De hecho, llegaron a visitar la Moncloa, aunque no consiguieron que las recibiera. Fue gracias a ese viaje relámpago que la policía pudo identificarlas, dar con su paradero y traerlas de vuelta a Badajoz.
Incitando a la ‘vendetta’
Durante el trayecto de vuelta en tren y ante el micrófono de Antena 3 Televisión , las hermanas Izquierdo trataron de justificar su extraña desaparición. Solo querían ir al oculista en Puertollano. Pero, ¿en domingo? ¿Y qué les hizo cambiar de opinión y poner rumbo a Madrid?
La imagen de ambas mujeres, vestidas de riguroso luto, hacía presagiar que ya sabían de antemano lo que sus hermanos habían perpetrado. Sin embargo, negaron una y otra vez ser las instigadoras de la masacre. Solo proclamaban su profundo fervor religioso, que los Cabanillas eran los responsables de su desdicha y que necesitaban ver y hablar con Antonio y Emilio para conocer la verdad de lo ocurrido.
Cuando al día siguiente llegaron a la estación de Badajoz, varios agentes de policía escoltaron a Ángela y Luciana hasta los juzgados de Castuera. A las puertas del edificio, las esperaban una muchedumbre de periodistas, familiares de las víctimas y curiosos. Aquella mañana el juez Casiano Rojas inició el interrogatorio para conocer su participación en los terribles crímenes. Estaba convencido que las Izquierdo conocían a la perfección el plan de la masacre.
Pese a sus contradictorios testimonios, no había pruebas a las que el magistrado podía aferrarse para llevarlas a prisión. Aún así, Casiano Rojas ordenó que las recluyeran en el hospital psiquiátrico de Mérida. Los psiquiatras que las examinaron concluyeron que nos encontramos dos cuerpos con una sola mente. Y señalaron que la muerte de la madre había provocado en ellos “un trastorno paranoide con sobrevaloración de una sola idea: la venganza”.
Mientras tanto, en la puerta de los juzgados, una gran multitud esperaba la salida de las hermanas Izquierdo. Los gritos de dolor se confundían con aquellos que clamaban justicia. Uno de ellos, era Antonio Cabanillas, padre de las niñas asesinadas por los Pataspelás. Varios agentes de la benemérita tuvieron que reducirle porque portaba un cuchillo de grandes dimensiones. Pretendía amenazar a las presuntas inductoras, no quería agredirlas, “al menos por el momento”, le dijo a la Guardia Civil.
El fin de un apellido
En enero de 1994 comienza el juicio solamente contra los hermanos Antonio y Emilio Izquierdo tras la exculpación de Ángela y Luciana. Durante el proceso, las declaraciones de los homicidas reabrieron las heridas de los familiares de las víctimas. Escuchar: “Ya nos hemos vengado. Ahora que sufra el pueblo”, encendió aún más los ánimos de los allí presentes.
Finalmente, los hermanos Izquierdo fueron condenados a 684 años de cárcel, mientras que sus hermanas permanecieron ingresadas en la institución psiquiátrica de Mérida hasta su muerte en el 2005. La sentencia cayó como un jarro de agua fría entre los vecinos de Puerto Hurraco.
La mayoría no tenía dudas al señalarlas como las únicas inductoras de la matanza. Sin embargo, Antonio y Emilio terminaron cargando con el peso de toda la culpa. Emilio murió en diciembre de 2006 en la cárcel de Badajoz. Al entierro acudió Antonio, que, arrodillado delante de su tumba, dijo: “Hermano, te vas con la satisfacción de que tu madre ha sido vengada”. Éste acabó ahorcándose en su celda en abril de 2010.
De nuevo la venganza como motivo principal y la muerte como conclusión final, han hecho de este abominable caso, uno de los más cruentos ocurridos en España.