Juana Bormann, de misionera a asesina en Auschwitz
Las caras del mal
Cometía en torno a cincuenta crímenes diarios en los campos de concentración
Su especialidad: adiestrar perros para matar a las reclusas
Se cumplen 74 años de la liberación de Auschwitz por las tropas aliadas
Escogía a sus víctimas de forma cuidadosa hasta el punto de provocar situaciones de insolencia para tener motivos más que suficientes para matar a sangre fría. No empleaba sus manos, sino las fauces de unos perros lobos que ella misma entrenaba y adiestraba. Ellos ya se encargaban de despedazar y devorar a las prisioneras ante la mirada atónita de sus propias compañeras. Las supervivientes hablan de circunstancias verdaderamente dantescas donde el placer sádico de la guardiana les dejaba sin aliento. Sin embargo, para Juana Bormann, una misionera reconvertida en nazi, aquello era un simple entretenimiento.
Su actitud impertinente, fría y atemorizante le valió el apodo de La mujer de los perros o La Comadreja . No había nada ni nadie que se le resistiera durante sus largos paseos por los barracones de campos de concentración como Auschwitz o Bergen-Belsen.
De hecho, la carcelera sostuvo durante el juicio que el motivo de su ingreso en los campos nazis no fue otro que el económico. Necesitaba el dinero para subsistir. Pero de nada le sirvió su defensa. Aun siendo verdad que el ambicioso sueldo fue la razón principal por la que se alistó, ¿cómo podía explicar los asesinatos que perpetró durante su estancia? Mataba entre 50 y 500 personas al día.
Bormann fue ejecutada en la horca, el mismo día que su camarada Irma Grese, el Ángel de Auschwitz . En el momento de su ajusticiamiento y sin mostrar arrepentimiento alguno, sus últimas palabras en alemán fueron: “Tengo mis sentimientos...”.
De misionera a guardiana nazi
Juana o Johanna Bormann, nació en la ciudad de Birkenfelde en el estado de Thuringia, una región en el centro del país que pertenecía por aquel entonces a la Prusia Oriental. La fecha de su nacimiento no está muy clara, dado que mintió durante el juicio para evitar el castigo por los crímenes cometidos. Ella alegó tener 42 años en aquel momento, pero en realidad contaría con diez años más.
Hay poca información sobre la circunstancia personal de Juana Bormann. No se conocen datos familiares o vínculos emocionales; fue una mujer poco ilustrada –apenas fue al colegio-; fue profundamente religiosa hasta el punto de ser misionera en el extranjero antes de ser guardiana nazi; y aquellos que la trataron en su época anterior al nazismo, jamás quisieron hablar de ella.
La que con los años sería una asesina aventajada de crueldad excesiva y soberbia inaudita, es descrita como un ser mediocre, con importantes problemas de autoestima y de falta de confianza en sí misma. De ahí que toda aquella frustración se transformase en una conducta salvaje y de imposición hacia sus súbditas e inferiores. Aplastar al prójimo era una manera de no dar señal alguna de debilidad.
No tenía una profesión concreta ni siquiera un oficio apropiado con un buen sueldo. Trabajó en una institución mental por un salario bastante bajo, lo que la llevó a unirse a las auxiliares de las SS como trabajadora civil en el campo de concentración de Lichtenburg en 1938. Allí comenzó a ganar tres o cuatros veces más dinero que en el psiquiátrico.
El horror de los campos de concentración
Lichtenburg –subcampo de Ravensbrück- estaba ubicado en un castillo renacentista en Prettin, cerca de Wittenberg -a orillas del río Elba-, en Alemania del Este, donde se albergaron hasta unos 2.000 prisioneros (entre presos políticos y mujeres). Allí Bormann, antes de ser Aufseherin (guardiana) se estrenó como cocinera. Después, la trasladaron a Ravensbrück hasta que en marzo de 1942 la envían a Auschwitz-Birkenau.
Es aquí donde conoce a supervisoras tan temidas como María Mandel e Irma Grese. Con esta última, Juana tiene muchas cosas en común. Entre ellas un interés especial por el masoquismo y toda muestra de aberraciones físicas. Aquellos suplicios los ejecuta mediante la instrucción de perros que tenía a su cargo. La Wiesel (Comadreja), como la denominaban la reas, se volvió despiadada.
Todos los testimonios acerca de la brutalidad con la que actuaba la Bormann quedaron recogidos en el proceso de Bergen Belsen de 1945, donde numerosas supervivientes declararon sus terribles vivencias a cargo de la vigilante nazi. Una de ellas fue la judía Dora Szafran del Bloque 15, que vio cómo Bormann incitaba a su pastor alemán para atacar a una confinada. “Hizo que el perro fuese a la garganta”, explicó. Poco después murió.
Y es que los animales eran tan altos “como la acusada”, de color negro, y muy peligrosos. De hecho, a la enfermería llegaban reos con heridas de mordiscos en las piernas. Ada Bimko, médico judía en el campo, reconoció aquellas lesiones.
El perro “empezó a morder y despedazar todo su cuerpo”
Junto a su perro guardián se dedicaba a instigar a las más débiles para que continuaran trabajando, y cuando caían víctimas del agotamiento, terminaban apaleadas y salvajemente castigadas. Alegre Kalderon, una judía de nacionalidad griega encerrada con 17 años, señaló a la guardiana como la responsable de brutales agresiones a las internas. “Yo fui la primera en ser mordida en la pierna”, relató Rachela Keliszek ante el tribunal. Después, el perro “empezó a morder y despedazar todo su cuerpo [el de su compañera Regina], primero sus piernas y después más arriba”. Quince días después, falleció.
Algo similar presenció Ester Wolgruth cuando el perro de Bormann mordió gravemente a otra interna mutilándole varias partes del cuerpo. También murió.
Hablan los testigos
Varios testigos también reconocieron a Bormann formando parte de las selecciones junto a varios médicos de las SS a la entrada del campo de concentración. Decidían quién vivía y quién no. Quién trabajaría y quién terminaría el día en la cámara de gas. Una tarea que se traducía entre unos 50 y 500 asesinatos diarios. Aunque, su ‘especialidad’ era vigilar a las prisioneras.
Dora Silberberg, judía polaca de 25 años, declaró que la guardiana le dio un puñetazo en la cara, “arrancándome dos de mis dientes”, para que volviese a trabajar. No contenta con eso, la golpeó con un palo grueso. Siempre llevaba algo en las manos. A veces era un palo y otras reclusas mencionaban una porra de goma.
Otra de las supervivientes, Alexandra Siwidowa, la vio “golpear [con una porra] a muchas prisioneras por llevar ropa buena”. Las ordenaba “que se desnudaran y que hicieran ejercicios extenuantes” y cuando estaban lo suficientemente cansadas para continuar, las golpeaba “en la cabeza, la espalda y el resto del cuerpo”. Aquellas cruentas palizas terminaban casi siempre con el fallecimiento de la prisionera.
La interna de Auschwitz, la doctora Ella Lingens-Reiner, la describió así: “Ella era miserable, una criatura infeliz que no fue amada por nadie, que no amaba a nadie más que a su perro... No es de extrañar que esta mujer se negase a apelar su sentencia de muerte. Para ella la derrota de su Alemania fue el final”.
Era miserable, una criatura infeliz que no fue amada por nadie”
En los casi cuatro años que Bormann supervisó los campos de Auschwitz y Auschwitz-Birkenau fueron muchos los prisioneros que desaparecieron y engrosaron las listas de muertos por causas tan diversas como, la inanición, desnutrición y por supuesto los llamados intentos de fuga. Estos no eran otra cosa que la propia diversión de los guardianes.
En ocasiones los miembros de las SS combatían el aburrimiento haciendo que los reclusos corrieran hacia las vallas electrificadas con la promesa de que obtendrían una ración de comida extra. Pero al final se encontraban con un tiro a sangre fría por la espalda. Las risas se mezclaban con el estruendo de las balas.
Tras Auschwitz-Birkenau, la Mujer de los Perros fue trasladada a otros campos como Budy, Hindenburg y Bergen-Belsen. En este último campo de concentración permaneció hasta que los aliados lo liberaron en abril de 1945. Hasta entonces, la vigilante siguió practicando toda clase de experimentos, agresiones y castigos contra las reclusas.
Los testimonios aportados por las supervivientes de todos estos centros de exterminio, ayudaron a juzgarla ante el tribunal. La coincidencia era clara: Bormann “golpeaba a la gente con frecuencia” y ordenaba “a su perro que atacase”.
La batalla de Belsen
El 15 de abril de 1945 la 11ª división blindada de las tropas británicas irrumpieron en el campo de concentración donde los muertos se contaban por miles, y las mujeres y los niños permanecían desnudos en el exterior de los barracones. Ante aquellas grotescas imágenes, los aliados obligaron a todo el personal nazi a cargar y enterrar a los muertos que aún no habían tenido sepultura. Para después, arrestarles. Entre ellos, estaba Juana Bormann.
El juicio de Bergen Belsen se inició el 17 de diciembre de 1945 y duró 54 días. El comandante Josef Kramer y otros 44 acusados –entre ellos la misionera-, fueron condenados por crímenes contra la humanidad y ejecutados en Hamelín. La guardiana fue acusada de violar las leyes y costumbres de la guerra vejando física y psicológicamente a los internos hasta causarles la muerte.
Todas las miradas se centraron en la enigmática y sádica Irma Grese, compañera de ‘correrías’ de Bormann, quien acaparó la atención de todos los medios de comunicación presentes en la sala. Pero con el paso de los días, la Wiesel con el número 6 en el pecho, se fue haciendo un hueco. Las testigos la incriminaban como una de las mayores responsables de las torturas cometidas en Bergen-Belsen.
Durante su declaración, Juana negó los cargos, desmintió a los testigos, y alegó que cuando las presas “no obedecían las órdenes o lo que les había dicho que hicieran, entonces les golpeaba su cara o les daba un bofetón en sus orejas, pero nunca de una forma que les saltasen los dientes”. Negó que tuviese perro o que lo instigase a atacar; y dejó claro que se alistó como Aufseherin porque “quería ganar más dinero”. Finalmente, el tribunal la condenó a morir en la horca.
El viernes 13 de diciembre de 1945 a las 10:38 horas, Juana Bormann se acercó a la trampilla donde le esperaba el verdugo Albert Pierrepoint. Le tapó la cabeza, le pasó y apretó la cuerda alrededor de su cuello y puso en marcha el mecanismo. Su cuerpo permaneció allí durante veinte minutos, tiempo suficiente para comprobar que la Wiesel había muerto.
El cadáver se guardó en un simple ataúd de madera para después ser enterrado en los jardines de la prisión. Posteriormente, Pierrepoint escribió en su autobiografía: “Cojeó por el corredor luciendo muy avejentada y demacrada. Tenía solo 42 años. (…) Estaba temblando y se colocó sobre la balanza. Dijo en alemán: ‘Yo tengo mis sentimientos’”.