El primer minuto de Mano de hierro expone que “el puerto de Barcelona recibe 70 millones de toneladas de mercancías cada año” y que “solo se inspeccionan un 2% de los 6.000 contenedores que se mueven diariamente”. Esto implica que, a pesar de haberse incautado “10.000 kg de cocaína ocultos en contenedores” durante el año pasado, no se encontró “ni el 10% de la droga que entra a través del puerto”, una de las puertas de entrada europeas más lucrativas para el narcotráfico.
En este entorno, Joaquín Manchado (Eduard Fernández) es el rey, con su mano de hierro tanto literal como figurada, como propietario de la terminal principal y con su familia metida en el negocio. Él dice qué entra, qué sale, qué pueden robar los trabajadores y qué pierden aquellos que le osan traicionar.
Lluís Quílez, después de firmar una película como Bajocero, que tuvo un buen rendimiento en el catálogo de Netflix, presenta una serie cristalina: un thriller de acción, dramático, masculino y con vocación de blockbuster televisivo, como demuestra un reparto encabezado por Fernández y que incluye a Jaime Lorente, Sergi López, Natalia de Molina, Enric Auquer y Chino Darín.
Los primeros episodios establecen un tono adulto y gris, exento de humor, donde la tortura de una rata y un abordaje de piratas en alta mar sirven al espectador para entender cuál es el listón a nivel de violencia y tensión (y en el que Quílez se desenvuelve con soltura como director).
El elemento más interesante de Mano de hierro, sin embargo, es el entorno elegido: ficcionar el funcionamiento del puerto de Barcelona y convertir la infraestructura en un personaje más, empezando por la forma de explotarlo en los títulos de crédito.