En mayo de 2013, después de finalizar la novena temporada de Anatomía de Grey, escribí: “Vamos, que fue una temporada defectuosa como las anteriores, todavía más prescindible, pero no voy a fingir que la dejaré en algún momento. Si llevo nueve temporadas vistas, la décima también caerá”. El texto era para otra web porque entonces todavía no colaboraba con La Vanguardia (mis primeras colaboraciones en la edición en papel serían ese verano). Era recepcionista de una consulta médica a falta de sacar rendimiento económico a la carrera de periodismo. Tenía 27 años y ni una sola cana.
Iluso de mí, después de tantas temporadas viendo a Meredith, no me podía imaginar que ese hospital de Seattle continuaría abierto más de una década más tarde y que todavía estaría pendiente de la pizarra de operaciones. Por inercia. Por esa esperanza de que, entre tramas mediocres, florezca alguna historia emotiva bien desarrollada y escrita, como sucedió con el arco de las temporadas 11 y 12, tanto por incorporaciones como la de Geena Davis (qué bien llevada que fue su trama) o las consecuencias de la muerte de Derek.
Esa esperanza de que, entre tramas mediocres, florezca alguna historia emotiva bien desarrollada y escrita
Con la sensación de que “hemos invertido demasiado tiempo para dejarla”, Shonda Rhimes y después sus sucesoras (primero Krista Vernoff, ahora Meg Marinis) nos tienen secuestrados televisivamente hablando. Anatomía de Grey no es como otras series de casos: esta tiene tantos líos románticos y catástrofes mortales que no puedo abandonarla sin descubrir cómo termina Meredith, ahora semi-ausente porque Ellen Pompeo es tan rica que ni se preocupa por la nómina.
Y, como me imagino que esta inercia empuja a otros espectadores a continuar en el quirófano del Grey Sloan Memorial, después de esta innecesaria introducción, pretendo responder a una pregunta que nos hacemos cada vez que aparecen nuevos episodios. ¿Merece la pena ver la nueva temporada de Anatomía de Grey, la 21? ¿Tiene sentido destinarle más tiempo teniendo en cuenta que le hemos dedicado, de momento, más de 13 días y 15 horas de nuestras vidas, sin contar publicidad, episodios repetidos y horas leyendo sus culebrones detrás de las cámaras?
Los nuevos capítulos, que llegan este jueves a Disney+, empiezan con una estafa: descubrir que el bofetón promocional de Miranda Bailey a Catherine Avery era una pesadilla de la cirujana general y, por lo tanto, un engaño para generar expectación y tener algo llamativo en el tráiler promocional. Esto cuesta de superar, sobre todo teniendo en cuenta que Catherine, como Owen Hunt, es de los personajes más irritantes de la serie.
Sí nos encontramos, en cambio, a Meredith por Seattle para ayudar a Catherine en su cáncer de progresión lenta y tras enemistarse por el estudio del Alzhéimer. Miranda tiene otra vez a Ben, su marido, en el hospital. Jo está embarazada de Linc. Los nuevos residentes están por allí, ocupando minutos pero sin el dramatismo de la temporada anterior (por lo menos en los primeros capítulos). Y, en una trama exasperante por repetitiva, Owen y Teddy tendrán problemas para entenderse.
Los nuevos capítulos, empiezan con una estafa: descubrir que el bofetón promocional de Miranda Bailey a Catherine Avery era una pesadilla
Anatomía de Grey, por lo tanto, se mantiene en sus trece: tener demasiados doctores en plantilla que dificultan el desarrollo de los jóvenes y problemas para encontrar inspiración en el planteamiento de las nuevas tramas. Que alguien informe de qué aporta Ndugu (o por qué no le están liando con algún residente). Que alguien justifique que se mantengan en nómina doctores tan agotados como Owen, Amelia, Teddy o Weber. Lo que vemos en pantalla es un equipo creativo sin apenas inspiración y que trabaja con el piloto automático.
Quizá un día tocaría abrir un melón incómodo: cómo la conciencia progresista detrás de las cámaras ha torpedeado las posibilidades de drama y romance. Me refiero a la voluntad firme de no enrollar o enamorar a médicos veteranos y residentes porque, desde que Anatomía de Grey se estrenó en 2005 con dos relaciones prohibidas (Meredith y Derek, Yang y Burke), han decidido que no pueden crear historias de amor con desequilibrio de poder. ¡Por favor, que esto es ficción! ¡Queremos las relaciones prohibidas de antes! ¡Y queremos que, como guionistas, encontréis la forma de tratarlas de forma humana e inteligente!
Un día tocaría abrir un melón incómodo: cómo la conciencia progresista detrás de las cámaras ha torpedeado las posibilidades de drama y romance
Sin embargo, a diferencia de otras temporadas fallidas, esta temporada 21 se reserva destellos de genialidad entre su dirección funcionarial. Atención al segundo episodio, que se emitirá la semana que viene, en la que Kwan tiene un caramelo que merece ser retomado en algún momento, con reminiscencias a una trama pasada de Karev pero con su propia identidad. Y, una vez esté entrada la temporada, habrá la oportunidad de volver al dramatismo exacerbado de antes.
Estos destellos no son suficiente para justificar el visionado. No cambian el estatus de Anatomía, que pasó de ser una serie para ver por la noche (que merecía toda nuestra atención con la misión de manchar el cojín del sofá de lágrimas) a ser ese contenido que te puedes poner mientras doblas la ropa o pones la sopa a hervir. O sea, Anatomía de Grey no merece la pena. Pero la veremos porque estamos secuestrados y, a ver, hay confort en este zulo psicológico.