Legado de los monstruos y el tiempo declinante
Videohomilía
Uno de los desafíos políticos para entender el presente es dilucidar si estamos saliendo de un tiempo viejo o entrando en uno nuevo, si la historia agoniza o despega
La serie Monarch: el legado de los monstruos es, como da a entender su título, un relato de consecuencias. Más que una secuela de Godzilla es un relato de las secuelas de Godzilla. Es importante entender si el tiempo que se narra es causa o es consecuencia, si se sitúa después del hito o antes de él. En Monarch no hay duda de la condición postrera del relato puesto que constantemente se hace referencia al Día-G, que fue la fecha en que emergieron los titanes y las ciudades de Tokyo y San Francisco fueron destruidas, hechos que narra la película Godzilla de 2014. Y aunque la serie incorpora un programa de flashbacks situados en los años 50 y 70, la acción principal se enclava en 2015, un año después del Día-G. Monarch narra un tiempo que arranca un tiempo primero, el año uno de una nueva era marcada por la súbita conciencia de que lo impensable ha ocurrido y puede ocurrir de nuevo.
Aunque toda narrativa occidental participa hoy de lo que podemos llamar, en homenaje a Chiquito de la Calzada, “la vida después de los dolores”, esto no siempre fue así, ni mucho menos. Sí lo era en la ficción procedente de Japón. Desde 1945 prácticamente todos los relatos de masas producidos en el archipiélago están anclados en una sociedad posapocalíptica, posterior al colapso, por los motivos obvios que viajaban en la panza del famoso bombardero Enola Gay. Pero en la narrativa occidental esto no fue así hasta el 11-S. Entonces se torció todo y la ficción se cuajó toda de tiempos posteriores, tiempos referenciados en lo anterior, en el trauma, en el día en que se jodió el Perú.
Cuando vemos La guerra de los mundos o Munich, de Steven Spielberg, o bien en El club de la lucha, de David Fincher, o los títulos principales de la ciencia ficción, de Los juegos del hambre a Elysium, todas las ficciones están construidas en un mundo que ha reventado, por una guerra, una catástrofe o un colapso económico, y que trata de recomponerse, aún sin rumbo claro.
Este distingo, si los tiempos principian o perecen, no es baladí y se aprecia con precisión en la diferencia entre los relatos de Blade Runner y Blade Runner 2049, sobre los que en su momento reflexionamos de la mano del doctor en comunicación audiovisual por la Universidad Pompeu Fabra Iván Pintor: “Los Ángeles 2019 es un mundo saturado, maltusiano, barroco, hiperbólico en lo industrial y en lo comercial, en el que el cometido del yo es introspectivo, un refugio ante un mundo abigarrado e ininteligible, mientras que Los Ángeles 2049 es apenas un desasosegante oasis de cemento y neón en mitad de un océano de nada, híbrido de desierto, ruina y vertedero. Blade Runner 2049 narra un mundo posterior al desastre, posterior en el fondo, al 11-S. Un mundo, pues, en pos de una emergencia regeneradora en el que el protagonista ya no mira hacia dentro, a su identidad y memoria, sino afuera, buscando su lugar en un nuevo contrato social. Los Ángeles 2019, año del Blade Runner original, caminaba hacia la implosión y la catástrofe, se asomaba con aprensión al risco en su aceleración económica y urbana, mientras Los Ángeles 2049 habita ya plenamente en el abismo. Ninguna de las dos películas puede emanciparse a su tiempo, de modo que las fechas que proponen son un trampantojo porque el 2019 que vemos, pese al número, es una época finisecular, un acabamiento, es el apogeo de una sociedad hiperacelerada abocada a estrellarse. La acción arranca en noviembre, de hecho: también el año fenece. Siguiendo la paradoja, 2049 es genuinamente un periodo primisecular, un desastre queda atrás y balbucea un mundo oscuro, lento, que ha de levantarse sobre reliquias y escombros”.
Sostiene el ensayista Jorge Dioni López que dentro de cien años, cuando se estudie este periodo de la historia, seguramente se salte del trauma del 11-S a la exitosa gestión de la pandemia de 2020, como si en medio no hubiera ocurrido nada a pesar de que los periódicos y los políticos proclaman que cada día el destino juega una partida de ajedrez con el Apocalipsis de la nación, de Occidente o del mundo entero. Como si viviéramos permanentemente insertos en el último capítulo del libro. Cada vez que muere alguien que despuntó hace cincuenta años, anunciamos la muerte del siglo XX, y Henry Kissinger no podía ser una excepción. De hecho, seguramente él mismo es el siglo XX, el epítome de todas las atrocidades y venturas que marcaron la centuria.
¿Nuestra historia avanza hoy hacia su colapso, su gran guerra, su gran crisis o bien se abisma, tras el reventón neoliberal de 2008 y la pandemia de 2020, ante el vacío de un tiempo aún no escrito, anhelando una apoteosis? Lo cierto es que depende. Hay quienes echan a andar tropezando, como Sumar o el nuevo gobierno polaco y quienes, desafiando a la segunda ley de la termodinámica, ven en su declinar el prólogo del renacimiento, como Podemos o los argentinos. Y hay quienes, como la democracia estadounidense, viven convencidos de su decadencia pero intentan regatearle a la muerte un segundo más de vida. Lo explicó Will McAvoy en la muy subestimada The Newsroom: “Defendíamos lo que era justo, luchábamos por razones morales, y establecíamos leyes y las derogábamos por razones morales. Librábamos guerras contra la pobreza, no contra los pobres. Nos sacrificábamos, nos preocupábamos por nuestro prójimo, poníamos dinero en lugar de hablar y nunca nos jactábamos de ello. Construíamos grandes cosas, realizábamos avances tecnológicos increíbles, explorábamos el universo, curábamos enfermedades y cultivábamos los mejores artistas del mundo y también teníamos la mejor economía. Nos dirigíamos a las estrellas. Actuábamos como hombres, aspirábamos a la inteligencia, no la despreciábamos, no nos hacía sentirnos inferiores. No nos identificábamos por a quién habíamos votado en las últimas elecciones y no, no teníamos miedo”.
Así que ¿agonizamos o gateamos? La respuesta es esquiva pero la receta es clara: no tengáis miedo.