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¿Quién puede matar a un niño?

Videohomilía

La querencia de la política y el periodismo por tratar a los ciudadanos como niños insertos en dilemas morales binarios es la siembra de una mala hierba que amenaza con destruir la democracia representativa

¿Quién puede matar a un niño? I Pedro Vallín

La semana pasada hablábamos aquí, a propósito de Teresa, la lengua en pedazos, de los peligros para la democracia que supone la infantilización del mundo. Porque la democracia representativa es el único mecanismo humano de gestión de conflictos –sociales, económicos o políticos– que no descansa en la supresión de una de las partes sino en el balance de los apoyos ciudadanos de cada cual y la negociación entre esas partes. La democracia solo produce victorias parciales y transitorias. Dado que la negociación siempre comporta renuncia, las partes no pueden poner sobre la mesa principios y valores, pues estos son por naturaleza irrenunciables y no pueden ser negociados o modulados. 

Los niños entienden cualquier conflicto como el encuentro entre una posición cierta y una falsa, una verdad y una mentira, una virtud y un vicio. Por eso en las sociedades infantiles, como hemos contado aquí a propósito de El señor de las moscas, las discusiones y votaciones, aunque sean formalmente democráticas, siempre conducen a un brote de violencia que persigue la eliminación del otro.

El único valor y principio que opera en democracia es el respeto a los derechos humanos y a la propia democracia. Todo lo demás es contingente y está sujeto a transacción. Por eso el filósofo Daniel Innerarity escribía hace poco en los periódicos del grupo Vocento sobre la perentoriedad de “desmoralizar la política”, es decir, evitar convertir las prosaicas cuestiones de la res publica en discusiones sobre principios morales. ¿A qué llamamos moralizar la política? Es fácil: decir que negociar con la izquierda abertzale es pecar contra el quinto mandamiento: “Pactar con asesinos”. O confundir una discusión tan circunstancial y esotérica como la financiación autonómica con un pecado contra el séptimo: “Madrid nos roba”, “Catalunya nos roba” y sus infinitas variantes. O mezclando la vagancia, la pereza, uno de los siete pecados capitales, con el debate sobre los subsidios de desempleo. Si el debate es moral, solo cabe la negación del otro, del inmoral.

Por eso, cuando el periodismo y la política tratan a la ciudadanía como a niños, desde el proteccionismo y la condescendencia, desde el paternalismo, como veíamos en ese genial programa de televisión matutino que aparece en la película No mires arriba, lo más probable es que todo se vaya al carajo. En la potente película El ejercicio del poder, de Pierre Schoeller, que en el original francés tiene un título mucho más directo, “El ejercicio del Estado”, seguimos la prosaica dinámica del funcionamiento de la política real, la que se ejerce pero rara vez se declama a través de un ministro de Transportes. La política democrática está reñida con la épica porque esta solo medra en pugnas morales.

En Netflix están disponibles tres brutales shows de improvisación de Thomas Middleditch y Ben Schwartz en que los cómicos lanzan una pregunta al público sobre sus temores y deseos. Eligen alguna de las respuestas y piden al espectador en cuestión que profundice en su explicación durante un par de minutos. Luego, con toda la información recogida improvisan una obra cómica de unos cincuenta minutos en la que están presentes todos y cada uno de los elementos mencionados por el espectador y en la que Middleditch & Schwartz interpretan hasta una docena de personajes. Es obvio que esta disciplina de la comedia requiere muchísimo talento, pero también aprendizaje: la improvisación, como sabe todo músico de jazz, es una de las disciplinas que exigen más entrenamiento y dominio técnico, una de las especialidades artísticas más regladas.

Pues la política real se parece mucho más al show de Middleditch y Schwartz que a los monólogos de Leo Harlem, de ahí que ningún adulto funcional pueda considerar que un programa electoral es, como dice los afectados, “un contrato con la ciudadanía”. En el mejor de los casos solo cabría exigir su cumplimiento a un político que lograra mayoría absoluta, de modo que pudiera desplegar su acción política sin el concurso de otras voluntades. Y ni aún así, como vimos en las improvisaciones a que se vieron obligados José Luis Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy ante las exigencias contables bruselenses para la gestión de la crisis financiera de 2008. La política ha de hacerse cargo de lo contingente y el programa electoral en la realidad pluripartidista contemporánea es poco más que un rumbo, un bastidor de ensayo y técnicas para un cómico obligado a improvisar.

Y una coda: Es peligroso empeñarse en convertir en niños a los ciudadanos, pues ostentan el poder último del sistema, la última palabra sobre soberanía del país. Porque puede ocurrir que que los niños, exigentes e insatisfechos, elijan a otro niño, como ha ocurrido en Argentina, que vive en mitad de It's a Good Life, episodio 73 de The Twilight Zone (y tercero de la versión cinematográfica de la serie), en el que una maestra de escuela se ve atrapada en casa de un niño que tiene sometida a toda su familia a sus infantiles y crueles caprichos merced al don de lograr que sus deseos se hagan realidad. O peor, en mitad de la estremecedora película de Chicho Ibáñez Serrador ¿Quién puede matar a un niño? Por cierto, según lo que hemos visto esta semana, la respuesta a la inquietante pregunta que lanzaba Chicho Ibáñez Serrador en su título es Israel. Pero también Frontex.