La ola reaccionaria

Mar de fondo

El elector es tonto. ¿Y qué es un tonto? El que hace tonterías, según la canónica definición de la señora madre de Forrest Gump. El ciudadano es idiota. Asustadizo, manipulable, ignorante. Por eso vota mal. ¡Ojo! No siempre. A veces se comporta como un verdadero campeón y acierta. Estamos entonces ante un electorado responsable, cívico y civilizado. Pero eso solo sucede cuando su papeleta coincide mayoritariamente con la que nos agrada.

Muchos de los análisis sobre los resultados de las elecciones municipales y autonómicas destilan un menosprecio nada disimulado hacia buena parte de nuestros conciudadanos. ¡Hay que explicar lo inex­plicable! ¿Qué pasa con Vox? ¿Qué sucede en Ripoll? ¡Oh, cielos! Señoras y señores, ¡aquí está la ultraderecha! ¡También en los municipios y en las autonomías en las que aún no había acomodado sus posaderas!

¿Quién blanquea a la ultraderecha? Tápense los oídos: ¡el electorado!

Mejor o peor engalanadas, las explicaciones siempre acaban en un mismo punto, aunque rara vez se explicita: hay una parte creciente del electorado que es rematadamente imbécil. Bien porque es una víctima inocente de una madeja de engaños bien trabados, bien porque está por civilizar y vive todavía en el pleistoceno. El primer argumento procura salvarlo –es inocente, no tiene la culpa de que lo engañen– y el segundo lo condena –es un fascista cavernario–. Pero, con estas salvedades, finalmente son lo mismo. Estamos ante un rebaño de bobos. Solo que los supuestamente lelos son cada vez más. Lo que viene a decir mucho y mal de los listos que, basta una resta para advertirlo, van siendo cada vez menos.

Hay preguntas que se plantean como una cuestión filosófica irresoluble cuya respuesta está a la vista incluso para Rompetechos. ¿Quién blanquea a la ultraderecha? Tápense los oídos: ¡el electorado! Basta mirar la evolución de los parlamentos europeos en las últimas dos décadas para advertir que ni los cordones sanitarios trenzados con la mejor de las poliamidas sirven como barrera para taponar su progreso. La ultraderecha es como Hidra. Simulas que le cortas la cabeza a Vox en el Parlament –ignorándolo– y te gana las elecciones en Ripoll con otro peinado. Crees que lo habías visto todo con Forza Italia y salen de una esquina los Fratelli para sentar a su Juana de Arco transalpina en el sillón de primera ministra. Te parece que Marine Le Pen es el demonio y aparece Éric Zemmour para recordarte que, por comparación, quizás debieras verla como un ángel. Y tras todos ellos, gente, votantes, ciudadanos. Una caterva de imbéciles, según nos vamos contando los unos a los otros desde nuestras tribunas.

La primera ministra italiana, Georgia Meloni

La primera ministra italiana, Georgia Meloni

EFE

En la reciente reunión del Cercle d’Economia, el alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, apuntó en su intervención que los europeos debíamos aprender a relacionarnos con el resto del mundo de un modo menos condescendiente, sin que ello deba suponer la renuncia a nuestras convicciones morales. Prescindir del patronizing, dijo, en terminología anglosajona, porque ese modo de hacer no solo cabrea a quien así es tratado, reforzándolo en sus convicciones, sino que además resulta poco efectivo, cuando no contraproducente, para nuestros intereses.

Puede que el consejo de Borrell sirva también puertas adentro, en el ámbito doméstico. En la medida que igualmente es advertible esa condescendencia para con buena parte de los europeos que, por motivos de fondo más que evidentes –temor a la pérdida de la identidad por la presión demográfica de la inmigración, pérdida continua de poder adquisitivo y desaparición acelerada de las clases medias, rebelión ante la agenda de género, imposibilidad de acceder a los bienes más básicos como es el de la vivienda a precios razonables por la presión del capital inversionista, pánico al mundo desconocido que anticipan los avances tecnológicos, etcétera–, andan dimitiendo en masa de los supuestos consensos que, erróneamente, venían considerándose eternos. No llevan razón, pero tienen razones. Y sin atender a estas últimas, ya se advierte en el presente cuán magníficos resultados se obtienen. Igual que se adivinan también los futuros. Vuelva a taparse los oídos: la ola reaccionaria acabará incluyéndole a usted.

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