La ONU y las violaciones del ‘procés’

Más alto podría decirse, pero no más claro. Según la ONU, España violó los derechos políticos de exmiembros del Govern y del Parlament al suspender de sus funciones públicas a los encausados por los hechos de octubre del 2017 antes de que fueran condenados en 2019. Alguien podría pensar que el dictamen hará enrojecer de vergüenza a quienes tomaron y avalaron aquella decisión por excesivamente lesiva y desproporcionada. Abandonen toda esperanza. España volvería a forzar su ordenamiento jurídico si se repitiesen las mismas circunstancias que entonces y quienes perpetraron esos actos –¿qué quieren apostar?– siguen orgullosos y convencidos de que hicieron lo que debían.

El pronunciamiento es una victoria moral para Oriol Junqueras, Raül Romeva, Josep Rull y Jordi Turull, los impulsores de la denuncia, y para todos los que pensaban entonces y lo siguen pensando hoy que la respuesta de la justicia española al enloquecido soberanismo institucional de aquel momento fue desproporcionada.

En días como hoy tiene sentido destacar la apuesta decidida por la negociación de ERC

Lo de Naciones Unidas es también gasolina moral para el soberanismo en el Tourmalet jurídico que aún hay que escalar. Pero más allá de lo que diga la ONU a través del comité para esta cuestión –parte de cuyos integrantes son una invitación para echar a correr si de lo que se trata es de evaluar a fondo el compromiso de algunas naciones con los derechos humanos–, es una verdad compartida (incluso por quienes consideran todavía hoy que todo aquello fue necesario –razón de Estado–) que se excedieron la justicia, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado el 1-O y los cuentacuentos de la violencia –plumillas policiales, mediáticos y animados lectores de ciencia ficción de la judicatura– para justificar una rebelión –con violencia– que la realidad primero y la sentencia del Tribunal Supremo acabaron por desestimar.

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El líder de ERC, Oriol Junqueras, al Fórum Europa Tribuna Catalunya el pasado mes de mayo. 

Sílvia Jardí / ACN

Fueron días, efectivamente, de violaciones. La mayoría independentista del Parlament de Catalunya violó los derechos de los ciudadanos, aprobando unas leyes de desconexión que, eufemismos al margen, no eran más que un golpe de estado light y en diferido, camuflado bajo la apariencia externa de un ejercicio de radicalidad democrática adornado con las guirlandas del populismo más soez. Volvieron a violarse los derechos de los catalanes con una declaración de independencia fake sin legitimidad alguna. Días de acción-reacción que dejaron para la historia una secuencia de la sinrazón en la que cada violación política se ejercía con la aspiración y el deseo de que la respuesta de la otra parte fura una violación mayor. Y la estrategia funcionó, hasta cierto punto.

Durante mucho tiempo –quizás todavía hoy– párrafos como los anteriores eran leídos con desprecio y tildados desdeñosamente de equidistantes. Como si fuese la obligación de todo buen ciudadano escoger bando y situarse acríticamente en él. Perdonar todo aquello que, por execrable que fuera, protagonizara tu propia familia para buscar únicamente culpables en la familia del otro. Afortunadamente esos tiempos quedan cada vez más lejos, aunque siga habiendo quien se empeñe en hacer bandera de ellos en una particular visión de la democracia que pasa, bien por no reconocer los conflictos, bien intentando sacar provecho de ellos o, en el peor de los casos, soñar con resolverlos a través del autoritarismo, que puede ejercerse con porras pero también en Parlamentos que se saltan alegremente las reglas más básicas del ordenamiento democrático.

Por eso, y a pesar de todas las dificultades, en días como hoy tiene sentido destacar positivamente la apuesta decidida por la negociación en la que viene insistiendo ERC contra viento y marea y de la que participa, con menos entusiasmo, el PSOE. Porque con todas las carencias que acumula y acumulará en el futuro el anoréxico proceso de diálogo que protagonizan Sánchez y Aragonès, lo cierto es que, pese a quien pese, ese es el único camino para una salida airosa de un conflicto –adormecido ahora pero existente– sin que se vuelva a violar a nadie por el camino.

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