Es una sensación incómoda que, al escuchar una leyenda, ya sea de carácter religioso o secular, la ejemplaridad del relato, es decir, su vocación edificante, educadora, no funcione porque uno tienda a sentir como arquetipos virtuosos aquellos que el propio relato califica como detestables. Hablábamos la semana pasada de Matrix y del traidor Cifra, y uno recuerda salir del cine en 1999 con la terca sensación de que este Judas de ciencia ficción era el único personaje de la función que no actuaba como un completo iluminado, el único que se rebela contra la secta de Morfeo.
No era una sensación ajena porque recordaba perfectamente haberla sentido desde chaval al asistir el relato convencional del mito cristiano, es decir, el relato de la pasión de Cristo (hablamos estrictamente en términos de la función del relato, no de cuestiones de fe ni mucho menos de rigor histórico): uno tenía la punzante impresión de que el único personaje dotado de las virtudes humanas de la inteligencia, virtudes aristotélicas como la ponderación, la razón y el bien común, era el cónsul romano, Poncio Pilatos.
A pesar de existir cientos de versiones cinematográficas, ya fuera en interpretaciones de la leyenda más o menos ortodoxas y conocidas, como Rey de reyes (1961), de Nicholas Ray, La historia más grande jamás contada (1965), de George Stevens o Jesús de Nazareth, de Franco Zefirelli, o en las más heterodoxas, como Jesucristo superstar (1975), de Norman Jewison, El hombre que hacía milagros (2000), de Stanislav Sokolov, o La última tentación de Cristo (1988), de Martin Scorsese, e incluso en la que se presume la más literal de todas respecto a los evangelios reconocidos, La pasión de Cristo (2004), de Mel Gibson, uno siempre sentía próximo al personaje de Pilatos y su tremendo dilema. Ya fuera en el rostro de Gary Oldman, Rod Steiger, David Bowie, Arthur Kennedy, Telly Savallas o Ian Holm, entre los muchísimos que le han dado vida, todo lo que salía de su boca parecía siempre razonable. Y sobre todo, parecía civilizado. O sea, política.
Pero quizá sea en la tremenda película de Mel Gibson en la que mejor se sintetice la impresión de que los modelos de virtud y vicio que se pretenden ejemplares funcionan bastante regular, para un cerebro educado en la cultura de masas. En una cabeza llena de mitos y leyendas, de relatos pop y vidas ejemplares, La pasión de Cristo, protagonizada por Jim Caviezel, es la historia de un padre sádico que sacrifica a su único hijo no se acaba de entender para qué ni con qué éxito. El Sanedrín, algo así como el Consejo Jedi del pueblo judío (o el Consejo General del Poder Judicial, si se quiere) son una élite amenazada en su poder que actúa como todas las élites amenazadas en su poder, y la soldadesca romana son un grupo brutal de acémilas con una notable inclinación al regocijo en la violencia antidisturbios contra los lugareños. Los leales a Jesús son un cromo porque uno lo vende, otro lo niega, otro ni siquiera lo reconoce cuando vuelve y todos (excepto las mujeres) desaparecen cuando vienen mal dadas –“esa persona de la que usted me habla”, cuentan que dijo San Pedro aquella noche–. Y Pilatos es el único que intenta poner un poco de sensatez en todo aquel desvarío. Porque Herodes Antipas, llamado el Tetrarca, cuando le llevan al cautivo y ve el lío que se le viene encima, hace como Isabel Díaz Ayuso con las residencias: “Eso va a ser competencia de Roma, no del gobierno autonómico”, una escena, por cierto, especialmente memorable en la versión musical, Jesucristo Superstar.
Pilatos pregunta a Jesús si respeta la autoridad de Roma, de dónde viene, si paga sus impuestos… y el reo va contestando “manzanas traigo”. Por cierto, esto mismo de ir sin abogado a defenderse con su ingenio lo intentaría 19 siglos después Oscar Wilde, y le salió igual de bien: acabó en la cárcel de Reading.
Total que Pilatos no ve causa para la ejecución, pero como gobernador de las tierras de Palestina y ante el riesgo patente de una insurrección instigada por el Sanedrín, juega una última carta para salvar al mozo: ofrece al pueblo el dilema de liberar al astronauta de la antigüedad o a Jack el Destripador, y para pasmo de todos, los votantes eligen salvar al criminal Barrabás. Así que, por no poner las cosas peor, cuentan que el romano se lavó las manos y dijo, “mira, hacéis lo que os dé la gana”. Aunque uno siempre ha tenido la sensación de que en realidad estaba pensando: “Por qué no os vais todos a tomar viento un ratito ya”.
Y más o menos esto que siempre he pensado de Pilatos es lo que se me viene a la cabeza cuando escucho lo que dicen unos y otros, romanos o judíos, sobre Antonio Garamendi, Unai Sordo y Pepe Álvarez.