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La magia de la lluvia

Las Fotos de los Lectores

Sobre todo en tiempos de sequía se demuestra hasta qué punto es necesaria, con el don de nutrir y fecundar

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Arena mojada tras caer la lluvia, en Castelldefels.

Joan Soldevila Adán

* Los autores forman parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia

Al escribir este texto es una tarde de lluvia en el Pirineo aragonés y, una vez más, siento una gran satisfacción que me traslada a mi infancia y juventud, reviviendo momentos mágicos. 

Recuerdo esos días de tormenta cuando miraba a través de los cristales mientras leía o estudiaba. Expectante, veía cómo el cielo se iba encapotando y comenzaba una sucesión de truenos y relámpagos que duraban un rato hasta que, al final, llegaba el aguacero. 

Empezaban las primeras gotas a repiquetear en el cristal. A veces la monotonía se apoderaba de la tarde, y yo, lejos de correr las cortinas y bajar la persiana, me quedaba soñando sin importarme para nada no poder salir de casa. Prefería ese espectáculo que me despertaba sentimientos positivos. 

Ahora soy consciente plenamente de lo necesaria que es la lluvia, que tiene el don de nutrir y de fecundar los campos, limpiando todo lo que toca. 

La pena es que, en ocasiones, el agua que cae, en lugar de ser beneficiosa, produce devastación, eliminándose ese acto renovador que significa una nueva creación.

Volviendo a mis recuerdos, si asomaba la cabeza por la ventana, inmediatamente podía captar ese tono del paisaje que daba brillo a la vegetación, observando cómo todo cambiaba cuando llevaba un rato lloviendo. 

En alguna ocasión, notaba ese olor que acompaña a la primera lluvia, cuando hacía días que no llovía, que popularmente se conoce como "aroma a tierra mojada". 

Más mayor descubrí otra palabra que sirve para designar la fragancia que percibimos después de la tormenta; es el petricor, adaptación del término inglés petrichor, de pétros (piedra) e ichór (sangre de los dioses homéricos). 

En la mitología griega se dice que el icor es la esencia que corre por las venas de los dioses en lugar de sangre. Gracias a esa experiencia sensitiva, pude establecer una profunda conexión que me ha quedado grabada para siempre en mi mente.

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Paseando por el suelo mojado por la lluvia, en Castelldefels.

Joan Soldevila Adán

En relación al tono del paisaje después de la lluvia, el escritor Rafael Sánchez Ferlosio en su obra Alfanhuí dijo que había verdes que parecían iguales y, sin embargo, el agua, al mojarlos, sacaba de ellos un brillo oculto y los revelaba diferentes. Y estos eran los llamados "verdes de lluvia", porque solo bajo la lluvia se daban a conocer.

Siento nostalgia de esas precipitaciones que formaron parte de mi juventud y que aparecían con un halo de misterio. También, en ocasiones, su presencia me infundía un respeto, pero siempre las vi como un rito al que la naturaleza nos invitaba.

Ahora, más que nunca, cuando llueve quiero creer que es un regalo celestial; el hecho mismo de su presencia no deja de ser algo milagroso. 

En los textos de los sufís islámicos se dice que la vida en nuestro mundo fue posible porque una gota del cielo cayó sobre la tierra, o que a veces Dios envía un ángel en cada gota de lluvia.

El siguiente relato, según diversos testimonios, sucedió realmente a mediados del siglo pasado en Tailandia. 

Había un monje budista muy querido y respetado en su región. Una de sus facultades era la comunicación que establecía con los elefantes salvajes. Tanto era así que, cuando debía desplazarse a alguna reunión con otros monjes, misteriosamente aparecía un elefante que se ponía de rodillas para que subiera a lomos. Cuando llegó el momento de su muerte, reunió a sus monjes y a campesinos del lugar y les dijo que le pidieran una cosa que podía hacer por ellos. Todos respondieron que lo que más necesitaban era agua porque hacía tiempo que no llovía y los estanques estaban a punto de secarse. Él asintió en silencio y entró en meditación juntando sus manos sobre el pecho. Al cabo de media hora se oyó un estruendo, el cielo relampagueó y una densa lluvia empezó a caer.

Quiero acabar con esta frase con la que retomo lo dicho al principio de mi escrito: "No sé por qué, pero la lluvia entra en mi cabeza en el momento en que pienso en mi infancia".

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