Zarautz y Getaria: las hijas del mar
Las Fotos de los Lectores
“Las carcajadas del Cantábrico se escuchaban en cada entrante y saliente de la costa, no había lugar en el que no retumbara su eco; estaba contento, su hija se casaba”
Las carcajadas del Cantábrico se escuchaban en cada entrante y saliente de la escarpada costa, llegando incluso hasta Francia, el país vecino.
No había lugar por minúsculo que fuera en el que no retumbara su eco, y es que aquel domingo estaba contento. Porque su hija mayor se casaba.
Tampoco era día de faena, así que a su antojo podía levantar olas gigantescas sin temor a hundir navíos, cubriéndolo todo de espuma como si de una tupida red de blanco algodón se tratara. Horizonte, altamar y playas.
Incluso había llamado a un intenso y húmedo viento del norte para que le ayudara. Y a las nubes para que hicieran juego, y de blanco también se vistiera el cielo.
Getaria, que era el nombre de la afortunada, había elegido por marido un marinero.
Descendiente de una estirpe de balleneros, y de intrépidos navegantes”
El primero de los cuales había tenido la osadía, la bravura y suerte suficiente como para dar la vuelta alrededor del mundo.
Estatuas y placas lo recordaban. Frente al ayuntamiento y en el puerto. En donde había conocido a su galán. Porque ambos que tanto se amaban, amaban también su olor a sal y a combustible de los barcos al arrancar.
El sonido de las gaviotas alborozadas que los sobrevolaban al regresar. Cuando como abejas ante un panal se arremolinaban en el instante mismo en el que comenzaban a descargar.
Con toda esta riqueza, ninguno de los dos necesitaba nada más. Ni tenía mayores ambiciones que navegar, pescar y ver atardecer en una playa que por lo bella y recoleta más pareciera una caleta.
Y deambular por las murallas, o por callecitas sombrías, estrechas, empedradas y empinadas. Llenarse de hijos y seguir coleccionando amigos.
Reunidos en torno a una barrica de madera que hiciera los honores de mesa y sobre la que hubiera dos potes y dos pintxos.
Una hermosa y perfecta sencillez garante a menudo de la verdadera felicidad. Aunque para aquel día único, Getaria, llevara un nada modesto vestido de Balenciaga.
Y es que el maestro de los maestros, cuyo museo se encontraba en lo alto de la colina a la que se ascendía por unas escaleras mecánicas; se lo había regalado.
Y para que resaltaran sus ojos verde transparente y se rindiera homenaje a su padre el mar, lo había decorado con pequeñas caracolas, trocitos de corales y polvo de algas traídas desde las Bahamas.
Las campanas convertidas en tambores incesantes repicaban. Getaria estaba radiante; iluminaba. Como un rayo de sol que impetuoso y nervioso por la celebración, se coló por el rosetón, en el primer banco de la iglesia se sentó, y lo llenó todo de color.
Pronto se casaría su otra hija: Zarautz, la menor. Aunque tampoco por ello Cantábrico se preocupaba. Se quedaría cerca. De él y de su hermana.
Tenía el mismo corazón, bondadoso y generoso. Pero su belleza no era menuda y morena, sino esplendorosa como la de su madre rubia sirena.
Quería verla así que en un par de marinas zancadas se acercó hasta su playa, la de arena dorada.
Aunque antes al igual que un niño al escondite jugara entre los recovecos de su diminuto puerto, y la espalda se frotara contra las piedras de su extenso malecón.
Siempre bostezando y estirándose como si fuera un acordeón, para aupar a aquellos mejillones convertidos en surfistas, que enrocados resistían las inclemencias y sus embistes.
Pudo verla a través de un ventanal de palacio. Se peinaba. Una gruesa trenza que con cuidado colocaba alrededor de su cabeza a modo de guirnalda.
Su futuro marido era un noble de longevo linaje; que la adoraba. Y quién no lo haría, tan sólo con mirarla.
Su belleza como la de un ángel traspasaba; huesos y almas. Nadie podía evitarlo porque irradiaba.
Aunque para aquel inolvidable día a su hermana el protagonismo dejara. Por eso se había vestido con florecillas amarillas nacidas en las dunas, y no llevaría capa, ni guantes, ni joya alguna. Solamente un pequeño bolsito la adornaba.
Conteniendo fragancias de primavera y luna nueva”
El Cantábrico se sentía tan sumamente feliz que no hacía sino rugir. Por ello su voz se podía también oír en el regio paseo y en las bocacalles de la ciudad, que se comunicaban como los agujeros de un hormiguero.
Aquella mañana no dejaba a nadie en paz el mar”
“Venir, venir, estáis todos invitados”, orgulloso el Cantábrico anunciaba.
Mientras la villa, rica en esculturas, mansiones con torreones, premiados restaurantes y amplias avenidas con chocolaterías, respondía: “Iremos, iremos, por nada del mundo nos lo perderemos”.
Y así a todos los he dejado; masticando felicidad. Por ganas me hubiera quedado.
Pero las alas que la vida nos ha dado me recuerdan que hemos nacido para seguir volando.
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