Mis noches en la Ría de Bilbao
Las Fotos de los Lectores
“Hay tanto que admirar y que aprender en un paseo de varias horas y kilómetros que nadie se cansa de recorrer, empezando por el Puente Colgante, coloso singular”
He de confesarte que soy bilbaína, así que no te extrañes si encuentras más pedacitos de corazón de los acostumbrados entre mis letras.
También has de saber que siento debilidad por un punto exacto de su trayectoria, aquel en el que la ría entrega su dulzura a la bravura de un Cantábrico que la acoge entre sus amplios y poderosos brazos.
Hay tanto que admirar y que aprender en un paseo de varias horas y kilómetros que nadie se cansa de recorrer.
Puedes empezarlo a los pies del Puente Colgante, coloso singular, Patrimonio de la Humanidad. Con cuerpo de hierro que habla de una herencia industrial y alma de bondad, ya que supone la unión indisoluble e ininterrumpida de dos orillas; la marinera con la residencial.
De noche y de día sus tensas eslingas y su pequeño transbordador intercambian vehículos y personas.
Son testigos de traineras, prácticos y buques, a la vez que guardianes de esta icónica puerta del Cantábrico”
“Hasta pronto”, se despiden a tu espalda la coqueta Portugalete y la bulliciosa Santurce, y en unos minutos desembarcas en Las Arenas; antiguos arenales hoy recubiertos de casas y comercios en arquitectónico equilibrio.
Pero no te apartas del borde del mar porque su magia te lleva a proseguir por el muelle de Churruca, en el que un caprichoso Cantábrico forma una balsa, donde yates y veleros amarran tranquilos bajo la bandera del Club Marítimo El Abra.
Es tu derecha, la que muestra exquisitas y protegidas mansiones que dan fe de la elegancia y de la tradición, del estrecho apretón de manos entre vascos, franceses e ingleses.
Pero es el horizonte a tu izquierda quien llama tu mirada. En días grises o claros, su línea infinita se ve interrumpida por el montañoso Serantes, los enormes pájaros metálicos que llamamos grúas; y los contenedores, cargadores y malecones.
El Superpuerto; que se ha distanciado de Bilbao, para que su renacimiento sea más humano; para que la ría se vuelva más viva y transitable.
Al doblar la esquina comienza la avenida en la que los palacios de Neguri nos dan la bienvenida. Nadie es inmune a sus encantos, al igual que es encantador el puesto de la Cruz Roja, tan estratégicamente ubicado, y que alcanza todo su esplendor en las noches de cálida luna.
Vislumbras El Puerto Deportivo, con sus cines y restaurantes. Y en verano las colas en los puestos de helado y de pescadores con su cañas hasta el faro.
Más barquitos fondeados y a resguardo. El Cantábrico es un mar temperamental y hay que protegerse de sus múltiples enfados”
Risas de niño, patinetes y paseantes, el palpitar de la vida y una nueva esquina en donde la línea del horizonte se prolonga porque ya nada la interrumpe ni la frena, el preciso lugar en el que tus ojos se descalzan porque quieren pisar una playa de olas serena, para deshojar cada uno de los instantes del atardecer.
Pero no suelo detenerme, me empujan la brisa y mi ansiedad por alcanzar la Algorta más Algorta. Un rinconcito de casitas blancas con rayas rojas y verdes que saben a sal. Y unas escaleras que siempre están llenas.
Porque es el mejor lugar para conversar, intimar y disfrutar de los sabores y texturas de un autóctono pintxo”
Pido permiso para abrirme camino hasta mi destino: el parque de mi tocaya María Cristina. Donde me reciben sus estatuas, su funicular y el mayor romanticismo que el alma pueda albergar y que plasmo en esta foto.
Y no voy a terminar el reportaje sin desvelarte que he visto y soñado muchos atardeceres. Sin embargo elijo este balcón, cuando el viento sur arrecia y el sol en sus últimos momentos se desangra y se desparrama por el cielo ofreciendo un espectáculo de hermosura desgarradora.
No hay trampa, ni cartón, ni filtro, ni nadie alrededor. Sólo está él y sólo estoy yo.
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