Aprendí a silbar tarde, cuando ya pensaba que las puertas de este arte estaban cerradas para mí y que no aprendería nunca, y sé silbar solo una nota. Si silbo una canción, es como si la tocara con un tambor. Entrañable e insoportable a la vez. Pero me consuelo con la certeza de que hay algo siniestro en saber silbar muy bien. En ser capaz de producir una melodía armoniosa y elaborada sin esfuerzo, de fondo, mientras se desarrolla otra tarea principal.

Silbar es una acción que remite a la alegría, la calma y como mucho a la indolencia. Ahora bien, imaginad a un malvado de película a punto de cometer un crimen horrible. Pregunta: ¿qué podría hacer más terrorífico que empezar la escabechina? Silbar. O sitúense en un paisaje nocturno y desierto; ¿cuál es el sonido que les podría poner los pelos más de punta? Una canción silbada virtuosamente sin distinguir al silbador. Hay un personaje folklórico de los Llanos de Venezuela y Colombia denominado el Silbón, que pasea de noche cargando un saco de huesos. Cuanto más cerca oyes su silbido, más lejos de ti se encuentra; cuanto más lejana parece la melodía, más cerca lo tienes. Aterrador.
Cuando los niños aprenden a silbar, las clases son un concierto desordenado y anárquico
Ahora que les he quitado la inocencia y la candidez y que ya no podrán volver a oír un silbido prodigioso sin salir corriendo, podríamos mencionar también los silbidos prácticos, los agudos y ensordecedores que se hacen metiendo muchos dedos dentro de la boca, el silbido como alboroto celebrativo, como protesta o reprobación, como código secreto, como aviso o como lenguaje propio, y aquí concretamente estoy pensando en el silbo gomero, que todavía hablan (o silban) algunos habitantes de La Gomera. Todos ellos una proeza desde el punto de vista de esta mediocre silbadora que tarde o temprano tendrá que pedir disculpas a los pájaros y al resto de silbones extraordinarios por haber osado ensuciar su imagen.
Una vez una maestra me explicó que hay un momento en que los niños aprenden a silbar y las clases se convierten en un concierto desordenado y anárquico imposible de silenciar. Aunque este no fuera mi caso, puedo entender a los incipientes silbadores incapaces de contenerse, entusiasmadamente asombrados de que las bocas puedan hacer todavía una proeza más. Y yo los alentaría; ¡silbad, criaturas, silbad, y aterrorizad a los adultos del mundo!