Me encuentro a Elon Musk saliendo de Electrodomésticos Calvet en la plaza Catalunya de Cornellà. Me mira como si nos conociésemos, se acerca y me dice en español: ¡Qué pasa, Juan y Medio!
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Me despierto. Les juro que el sueño es real. Es lo que pasa cuando llevas unas cuantas semanas trabajando demasiado. Tu vida está metida en una movida particular, en este caso, mi programa de tele, pero a la vez quieres seguir estando al día de lo que pasa. Y ves informativos de refilón y lees periódicos de reojo, y cazas comentarios al vuelo y con eso tú te vas haciendo la composición del mundo que buenamente puedes.
Seguro que la obispa que plantó cara a Trump por la inmigración ya es una descerebrada sanchista
En mi cabeza zapean imágenes, frases, canciones. Escucho a Trump en su segunda proclamación y me pregunto cómo hemos llegado hasta aquí. Cómo es posible que semejante individuo esté otra vez al frente de la nación más influencer del mundo. Por qué tenemos que pasar otra vez por semejante bochorno. El modelo de mundo trumpista está muy bien representado en su familia. Su señora, con ese rictus artificial de figura del Museo de Cera, y su hijo pequeño, que podría confundirse con el retrato robot del sospechoso de la última matanza en unos grandes almacenes de Utah.
Es lo que viene, amigos. Sin disimulo, que para eso les han votado 77 millones de estadounidenses. El que más claro lo dejó fue mi colega Elon. Con ese saludo que le salía del corazón y acababa en una especie de Heil Donald. Sí, ya sé que exagero. Que el bueno de Elon no lo hizo pensando en los nazis. Pero yo no pude dejar de pensar en Leni Riefenstahl viendo según qué planos de la retransmisión. Como esa tribuna presidida por los hombres (todo hombres, eso no cambia) más poderosos del planeta: Bezos (Amazon), Zuckerberg (Facebook, Instagram), Pichai (Google), Cook (Apple) y Musk (SpaceX), que miraban sus móviles como adolescentes a ver si en el grupo de WhatsApp de la familia les decían que los habían visto por la tele.
Está todo tan jodido que luego conectan con Davos y casi todos parecen algunos hombres buenos. Y tampoco es eso. El que se gusta en Davos es Pedro Sánchez. Qué saber estar, qué flow: ahora en una tele internacional, ahora presentado por el presidente del Foro, luego piropeado por el líder de la CDU alemana. Y Pedro se autoproclama muro de la ultraderecha en España, se atreve a exigir el fin del anonimato en redes y habla del tufo tóxico que sale del oligopolio tecnológico de esos magnates, rebautizados como tecnocasta (que a mí me recuerda a una inmobiliaria que se anuncia en el metro). Hasta se atreve a parafrasear a Trump: hagamos las redes grandes otra vez. Seguro que la obispa que plantó cara al presidente americano por sus políticas de inmigración ya es una descerebrada sanchista.
Siguen las noticias y aparece un juez interrogando a una señora que ha denunciado a Íñigo Errejón por agresión sexual. No la deja respirar, con preguntas tan desagradables como innecesarias. ¿De dónde salen estos jueces? ¿Dónde viven? ¿Se refugian todos en las catacumbas de la justicia española?
De reojo veo en titulares la cara de Míriam Nogueras, de Junts. Cada vez que sube al estrado me imagino que se arranca a cantar: “Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”. Cuando gobiernen PP y Vox, puede presentarse a Tu cara me suena. Haría una estupenda Jeanette.
Quiero meterme en la cama otra vez. Y soñar. Pero eligiendo yo el algoritmo de mi subconsciente para que me salga en los cromos de mis sueños Raphinha corriendo a pase de Ferran Torres, Lolita casándose en mi programa con Juan y Medio (ojito a la entrevista de mañana) y los Carolina Durante cantando esta noche en Barcelona “porque fuera hay cosas preciosas, hamburguesas, el fútbol, mi madre”.