La sucesión de la cúpula militar en la dirección política del PSOE en Andalucía, la agrupación más nutrida del partido, con más de 40.000 militantes, y la parte de la organización socialista que más influencia histórica tuvo hasta el súbito advenimiento, moción de censura mediante, del sanchismo, tiene casi todos los elementos necesarios de una novela de intriga. Casi, negra.
Hay un asesino, que sonríe muchísimo para disimular su propia condición. Están también los personajes secundarios –Juan Espadas, destronado sin piedad y sin excesivo honor tras haber consumado in illo tempore su traición shakespeariana contra Susana Díaz, su antigua mentora y ahora enemiga perpetua; y María Jesús Montero, su sucesora natural por decisión marcial de la Autoridad Competente (que no es exactamente castrense, pero, sin duda, lo pretende).
El contexto también es un factor importante: un presidente que ha decidido resucitar a Franco para tapar las fugas de agua de su flanco izquierdo, donde el experimento Sumar naufraga sin remedio y la Capilla Episcopal de Podemos continúa encerrada en su propia cámara de eco frente a una derecha (bicéfala) que no entusiasma a casi nadie. Ni siquiera a ellos mismos.
Debe repararse asimismo en los antecedentes de la trama: un partido, el PSOE andaluz, que tras capitalizar la pulsión autonómica en el Sur de España y haber creado un sistema de poder clientelar que se mantuvo 36 años, dando de comer a tres generaciones de militantes, lleva seis años sin tocar bola y pasando por una travesía del desierto a la que no se le ve final.
Y, sobre todo, está la atmósfera. El cambio de los dirigentes socialistas en Andalucía es una operación diseñada de forma conscientemente ambigua. En apariencia persigue reducir daños políticos, pero, a su vez, puede leerse también como una señal de desesperación ante una legislatura que comenzó siendo muy difícil y cada día que pasa se va tornando imposible.
Todos estos ingredientes orbitan alrededor de la sustitución de Espadas por la vicepresidenta del Gobierno, que suma la responsabilidad de liderar el socialismo meridional a sus tareas como número dos del Ejecutivo, vicesecretaria general en Ferraz y ministra de Hacienda, una cartera cuyos cometidos van a traerle graves problemas en este retorno a Andalucía en relación tanto a la financiación regional como con respecto al polémico concierto catalán. Una incompatibilidad política que el PP ya ha comenzado a explotar con evidente regocijo.
La primera pregunta que plantea esta narración es la que nadie formula en público: ¿Acaso desea Pedro Sánchez carbonizar a su mano derecha al ordenar su regreso (forzado) a Andalucía? Las apariencias sugieren que en absoluto, pero el movimiento de piezas de ajedrez que ha ideado la Moncloa para reconducir bajo su estricto control todos los frentes electorales con vistas a un hipotético adelanto electoral en 2025 se presta a diversas interpretaciones.
Designar a Montero como jefa del PSOE andaluz es una contradicción tan absoluta como insalvable
Por mucho que la entronización andaluza de Montero parezca un gesto a favor de su delfinato –nadie, salvo Sánchez, atesora más poder político que la vicepresidenta primera– su regreso al Sur, que ella no deseaba ni ambiciona, alimenta la tesis de que semejante misión puede ser un regalo envenenado, toda vez que sitúa a la política sevillana ante dos retos simultáneos.
El primero es la obligación de sostener a toda costa el suelo electoral del PSOE en caso de que el presidente adelante las generales este año por falta de apoyos parlamentarios. Esta guerra se librará, antes que en otros sitios, en el Sur, pero afecta de lleno a la mayoría estatal, sostenida únicamente por el triunfo (coyuntural) del PSC en Catalunya.
El segundo frente es hacer que el PSOE andaluz, sumido en luchas intestinas y mucho más belicoso desde que está fuera del poder, recupere opciones en clave autonómica y municipal. Volver a San Telmo parece una quimera, así que todo indica que la designación de Montero, sumada a la colocación de otros ministros al frente de las federaciones territoriales del PSOE, pudiera obedecer a otro condicionante orgánico: la gestión (desde dentro) del post-sanchismo.
Lo cierto es que designar a Montero como jefa del PSOE andaluz es, en términos internos, una contradicción tan absoluta como insalvable. Sánchez recuperó el poder en Ferraz gracias a los militantes que, en unas primarias, le devolvieron el cargo del que había sido arrojado por Susana Díaz y el socialismo del Antiguo Testamento.
Ahora, en la federación donde más difícil era estar de su lado, puesto que entonces se encontraba bajo el control de la expresidenta de la Junta, muy dada a las vendettas, designa digitalmente a una virreina para impedir el voto de los afiliados, que sólo se producirá si Luis Ángel Hierro, el otro candidato, logra los 4.500 avales necesarios para forzar las primarias.
La elección de Montero contenta, aunque no satisface por completo, a los actuales dirigentes del PSOE andaluz. Sobre todo a los secretarios generales de Sevilla y Jaén, los dos únicos que retienen un cierto poder orgánico gracias a las diputaciones y a la moción de censura en el Ayuntamiento de Jaén. Pero lo hace a costa de destruir lo poco que quedaba de la autonomía de acción de los socialistas andaluces, sometidos ya al diktat de Ferraz para todo.
Si esta lógica empezó hace ocho años con Susana Díaz tras su fracaso en las primarias, un giro que le permitió resistir al frente del partido en Andalucía dos años más después de perder la Junta, y se amplificó con Espadas, con Montero se pasa directamente de las musas al teatro. Va a ser la número dos de Ferraz quien ordene todo en el PSOE andaluz. Sin interferencias, sin necesidad mediadores y sin que los militantes –salvo sorpresa– puedan elegir a su líder.
Las familias socialistas en Andalucía, ahuyentado el pánico al voto directo de los afiliados, empezarán a negociar la composición de la ejecutiva del partido con antelación al congreso regional. Todos intentan situar a sus peones en el entendido de que el regreso (a medias) de la vicepresidenta responde a la necesidad de establecer diques de contención urgentes frente al deterioro de la marca socialista.
La fórmula no parece una decisión adoptada con vistas a las autonómicas
La fórmula Montero no parece una decisión adoptada con vistas a las autonómicas –que tocan en 2026, salvo que medie un adelanto electoral que Moreno Bonilla, de momento, descarta–, sino con vistas al duelo de sangre que serían unos comicios generales, todavía sin fecha cierta.
Los números lo explican. Los andaluces eligen a 61 diputados del Congreso –muchos más que Catalunya– y, entre 2019 y 2023, un año después de que las derechas entrasen en el Quirinale gracias a una carambola que todavía no terminan de creerse, y antes de la mayoría absoluta regional, los socialistas se dejaron cuatro diputados y el PP obtuvo hasta diez más.
El PSOE aguantó con un suelo electoral del 33% –antes de la amnistía y de que saltasen a la opinión pública todos los casos de presunta corrupción– pero las listas de Génova crecieron, de forma asombrosa, dieciséis puntos, superando a los socialistas en votos y en diputados.
Si esta distancia se ensanchase y el PSOE perdiera alguno de sus 21 diputados en Andalucía, se antoja imposible repetir siquiera la diabólica geometría parlamentaria que todavía sostiene al Gobierno, aunque no le deje gobernar con solvencia ni le permita aprobar los presupuestos estatales. Sencillamente: no habría partido.
Montero es, pues, una candidata circunstancial para una situación de emergencia, más que el verdadero cartel para reconquistar la Junta. De ahí que el discurso de presentación de la vicepresidenta como futura secretaria general del PSOE-A consistiera en una serie encadenada de apelaciones (melodramáticas) sobre la capacidad de resistencia del partido en Andalucía. Se busca emocionar a la tropa porque la batalla no parece propicia.
Lo que busca Moncloa no es tanto movilizar a más votantes socialistas en el Sur para impedir que las cañas de la actual summa parlamentaria en el Congreso se tornen lanzas. Es restar diputados a la derecha meridional, que saca 128.543 votos de ventaja a los socialistas del Sur. “Vengo a ganar y vamos a ganar”, arengó la vicepresidenta a los militantes del PSOE de Sevilla. En realidad, debería haber formulado la frase en sentido contrario: “Vengo a sostener lo que queda”. Porque, si no lo logra, lo que está en riesgo es el tabernáculo de Jerusalén.