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Mudanza antes de Navidad

CONFUSIÓN VITAL

El piso ya está casi vacío. Suena a hueco, como el día que su propietario me lo enseñó. Me contó que aquel había sido su apartamento de verano, que sus hijos habían crecido allí, pero que ahora que ya eran mayores prácticamente no iban al apartamento y por primera vez se planteaba alquilarlo. Aquel piso llevaba tiempo cerrado. Encontré un ejemplar de La Vanguardia en el que Donald Trump era precandidato sin posibilidad alguna de ganar.

 

Martín Tognola

Llegamos a un acuerdo. No diré cifras porque este es un artículo melancólico y no de protesta. Me fui a vivir a aquel apartamento de playa con decoración de Cuéntame y unas vistas incomparables. No fue fácil, pero el dueño convenció a su mujer y me dejaron hacer algunas reformas y “así le puedo dar mi toque”, que todos llevamos un interiorista dentro.

Me instalé el verano del 2019. Estaba preparando mi nuevo proyecto televisivo después de más de diez años haciendo Salvados. Andaba más perdido que Frenkie de Jong en Montjuïc. Pensé que aquellas vistas al Mediterráneo me inspirarían. Veía el mar desde el comedor de casa. Un sueño. A los pocos meses montaron unos andamios rodeando toda mi fachada. El bloque necesitaba una rehabilitación. Cuando miraba al infinito, en vez del mar veía una estructura de hierro con sus tablones y sus operarios sacando la cabeza por mi comedor.

En la puerta de un armario quedan cuatro mascarillas; no las echaré de menos

En febrero del 2020, arrancó Lo de Évole. Duramos cuatro capítulos en antena, no porque fuera mal. Una pandemia lo había paralizado todo y tenía poco sentido aquellos días hablar de algo que no fuese la covid y sus consecuencias. Nos reinventamos y, durante seis semanas, el apartamento se convirtió en set televisivo, por donde pasaron un Papa, un expresidente y varios profesionales de lo público a los que aplaudíamos cuando daban las ocho de la tarde.

Durante esos días, se fue mi tía Celia, cantamos el último Slowly y mi amigo Pau me llamó para que subiese a Val d’Aran a hacerle la última entrevista. Como estaría yo para que después de esa charla fuese él el que me diese ánimos. Ese verano, para rematar la cosa, me levanté una mañana de julio o agosto con la pesadilla de que el Bayern de un tal Flick nos había metido ocho en Lisboa. También me enteré gracias a la Ana del Luis de que lo de caerme por reírme no era tan gracioso como pensábamos.

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En ese piso, también llegó la remontada, las ganas de disfrutar, de no querer perderse nada. Un día desaparecieron los andamios y se abrieron las ventanas al mar. Carmen, María, Luma y Marta me enseñaron a hacer surf de remo, David se vino a desayunar siempre que pudo, Víctor me mostró su elegancia con un albornoz del monstruo de las galletas, los Calamares me enseñaron a escribir entre risas, Xavi venía a dormir cuando tenía reuniones en Barna, Anna recuperó la sonrisa que le robó la niña triste, y con Diego vimos seguidas todas las temporadas de The big bang theory. ¡Ah! Y en la terraza de aquel apartamento nacieron Los Niños Jesús.

Hace tres meses, me llamó el casero, con quien siempre tuve una relación cordial y amistosa. Le costó hacer aquella llamada. “¿Te acuerdas de mis hijos mayores, los que no querían venir al apartamento? Pues uno de ellos, que tiene dos niñas pequeñas, se lo quiere quedar”. No tuve ánimo ni para especular, nuestro deporte nacional cuando de vivienda se trata.

He venido a recoger mis últimas cosas: el cepillo de dientes, las zapatillas de invierno y los transistores que permitían escuchar la radio por toda la casa, que aquí cada uno tiene su pedrada. Las paredes retumban sin decir nada. Y en el pomo de la puerta de un armario quedan olvidadas cuatro mascarillas. No las echaré de menos. Feliz Navidad para todos, mi excasero incluido.

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