No es casual que, en las distopías más célebres, la literatura y la lectura sean siempre objeto de ataque por parte de los adoradores del pensamiento único. En algunas, los libros se queman o se prohíben. En otras, la estrategia para neutralizarlos es más sutil: volverlos irrelevantes. Son actos radicales que buscan eliminar de forma expeditiva el territorio de libertad íntima que ofrecen poesía, novela o ensayo. Leer es una actividad individual, pero en absoluto solitaria: nos conecta con el mundo de una manera que disuelve certezas y pone en cuestión lo que dábamos por sentado. Además, mientras leemos, ninguna corporación monetiza nuestros datos, algo que lo convierte ya en un acto casi subversivo.
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Al pasar de hojas impresas a pantallas por las que nuestros dedos se deslizan de manera infinita, somos consumidores de mensajes troceados, desprovistos de contexto y profundidad. Este abandono se extiende a las aulas, donde la literatura va quedando relegada, lastrando así el lenguaje y la expresión, herramientas fundamentales no solo para las humanidades, sino en cualquier área del conocimiento.
Arrinconan la lengua y la literatura bajo el criterio velado de que son saberes poco útiles
Hoy, en Estados Unidos, Rusia, China o Irán, los libros son censurados bajo acusaciones de adoctrinamiento o “mala influencia”. También Argentina ha estado coqueteando con esta práctica. Luego está el enfoque más “civilizado”: arrinconar la literatura y la lengua bajo el criterio velado de que son saberes anticuados, poco útiles o innovadores. En España, esta lógica se aplica con eficiencia. Aunque los informes de evaluación y la experiencia directa en las clases arrojan lo preocupantes que son los bajos índices de lectura, la inercia es imparable. Las reformas y contrarreformas del sistema educativo se han convertido en una partida de tetris curricular que destierra la literatura, primero a asignatura de “modalidad” y luego a optativa. El retroceso es tal que celebramos como una victoria que el Departament d’Educació de la Generalitat haya dado marcha atrás y no degrade un escalafón la literatura. Esta resistencia aparente no debe ocultar el hecho de que la literatura está siendo progresivamente despojada de su lugar central en la educación. Y, con ello, también se pierde la capacidad de los alumnos de imaginar, cuestionar y comunicarse en un mundo que, cada vez más, exige respuestas instantáneas y relatos preempaquetados.