La vida con un siamés muerto

El patio digital

Hacerse cargo de vigilar los domingos el patio –este patio digital– puede parecer una ocupación banal o incluso una tarea leve, pues a priori está libre del fragor desordenado y autoimportante de las mesas camilla políticas y los canutazos parlamentarios que jalonan la semana y cuyos cortes se viralizan en redes sociales para ir marcando la conversación de los días laborables. Es cierto, pero también lo es que a uno nunca le tocan los divertidísimos aspavientos que provoca el programa de David Broncano; por ejemplo, el ultraje que han sentido los sindicatos policiales al ver en televisión los chistes que, sobre su desempeño y capacidad, hacemos todos habitualmente en nuestras sobremesas desde hace décadas. 

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Mark Hamill como Luke Skywalker en “Star Wars: Los últimos jedi”. 

John Wilson/Lucasfilm, vía AP

La salud democrática del país también se mide en la irreverencia de hacer humor sobre quienes están por encima de nosotros en la cadena trófica, empezando por el primero de los españoles y siguiendo, por supuesto, por los políticos, los jueces, los periodistas y, no faltaba más, los uniformados armados a los que se ha eximido de conocer la ortografía correcta del castellano.

Como habrán deducido los habituales de este púlpito de opinión de los lunes, el otro inconveniente es que los domingos hay Liga de Fútbol Profesional, de modo que, como en un álbum de cromos, los nole, sile, nole, sile..., copan el cuadro de tendencias la tarde de cada domingo, cuando el arriba firmante, tras recoger lo utensilios que alumbran la tradicional paella de chorizo semanal, se dispone a echar un vistazo al patio y descubre que todo son puntapiés. Por eso –y por otras deudas y devociones– ha sido una agradable sorpresa descubrir entre las tendencias dominicales nada menos que Star Wars. Y el motivo no era el estreno de la nueva serie de Disney, Tripulación perdida, sino los siete años que se cumplían este domingo del estreno de Star Wars. Episodio VIII: Los últimos jedi, de Rian Johnson.

Por qué una efeméride tan arbitraria, con un número cuadrado, se convierte en tendencia es el asunto de estas líneas: porque aún hay varones a uno y otro lado del océano Atlántico que ya no cumplen los cincuenta y que recuerdan con rencor cómo Rian Johnson se esforzó en que su película fuera una puesta al día de los valores que George Lucas quiso imprimir a su trilogía original, un producto de la contracultura estadounidense de los sesenta y setenta, de la que Lucas era hijo, que caricaturizaba los furores bélicos de la administración estadounidense y en particular las tendencias autoritarias de Richard Nixon, primero, y de Ronald Reagan, después. De hecho, contra el gobierno de Reagan pleiteó sin éxito porque el viejo cowboy decidió llamar Star Wars (Guerra de las galaxias) a su fracasado programa de escudo antimisiles.

Actualizar esos valores para la nueva generación, como bien leyó Johnson, suponía asumir los principios de lo que el partido republicano llama hoy cultura woke, es decir, el antibelicismo, el feminismo, la interracialidad, la denuncia del conglomerado industrial y militar y el democratismo de eliminar la condición dinástica de los héroes y abjurar, a la vez, de la observancia de los textos sagrados, a los que Yoda prende fuego. Todo eso introdujo Johnson en un título que concluía con una lección narrativa que era a su vez un homenaje a la impronta cultural del cine de aventuras: un niño dickensiano que limpia los establos de los adinerados habitantes de un Montecarlo intergaláctico juega en el suelo con unos jedis hechos de palos y trapos. Entonces sale a la puerta de la cuadra y en el cielo una nave se aleja. El niño la mira perderse en el firmamento, mientras sostiene en su mano una escoba que en su imaginación y en la de todos nosotros ya es una espada de luz.

La película obtuvo muy buenas críticas y estupendos números de taquilla, pero a la vez generó una reacción muy agresiva en lo que entonces era Twitter entre un sector de los varones adultos  que se tenían a sí mismos por custodios y destinatarios del legado Star Wars. Disney entró en pánico, apartó a Rian Johnson y reescribió el desenlace de la serie, desdiciendo todo lo dicho e incluso escribiendo escenas enteras para desmentir a su predecesora, en un acto de contrición obsceno y nunca antes visto en  las grandes sagas cinematográficas. Tras nueve películas, la saga se despedía avergonzándose de sí misma, exhibiendo una insólita fragilidad en sus convicciones y en su inequívoco rumbo progresista de cuarenta años.

Kyriana Kratter y Ryan Kiera Armstrong.

Kyriana Kratter y Ryan Kiera Armstrong, en “Tripulación perdida”. 

Matt Kennedy

El niño que recordamos haber sido y al que pretendemos conservar, cuando ya clarea la techumbre y las noches se ven interrumpidas por evacuaciones inoportunas, a menudo se convierte en un cadáver siamés, pegado a nuestro hombro, un muerto amortajado al que creemos oír susurrar pero solo apesta nuestros pasos con el olor de lo putrefacto. Ocurre con casi todas las sagas venerables (hemos visto ese temblor de piernas ante la voz protestona de los abuelos en Indiana Jones y en Los Cazafantasmas), que dejan de ser lo que siempre fueron, cine para niños, y se convierten, por impulso de ese colgajo pútrido, en cine para viejos que creen oír hablar a un niño muerto.  

Es la edad y alcanza a todo. Pasa en la política doméstica, donde aún se oyen cánticos a la increíble estatura de los viejos fundadores, la mayoría de los cuales llevaban alzas. Por eso es tan buena noticia que, aunque sea de forma modesta, Star Wars estrene Tripulación perdida, una serie donde los niños recuperan la certeza del pequeño mozo de cuadra de Los últimos jedi: que las leyendas sirven para que ellos sueñen jugando con muñecos en el suelo. Y que son suyas.

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