El espíritu de partido

¡Debe dimitir! ¡Vergonzoso! ¡Inaudito!, se escupen a diario unos contra otros en sede parlamentaria. Curiosamente, ¿han advertido ustedes que nunca debe cesar nadie del propio partido? Toda una suerte poder hacer política siempre en el lado de los buenos. Así, por ejemplo, después del bochornoso carrusel judicial de los Aldama, Koldo y Ábalos o de la imputación de la propia esposa del presidente, acusada de tráfico de influencias, alguien podría pensar que en el PSOE la situación es insostenible. Para nada. Según el Gobierno, todo es ¡barro! Rotas todas las costuras de lo ético y estético, ya nadie se ruboriza ni por el registro del despacho del mismísimo fiscal general del Estado, ni por situar a secuaces de reconocido prestigio al frente de las instituciones. La lógica es la que impuso Henry Kissinger en los setenta: ¡este es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta! ¡Fenomenal!

Tampoco en los otros partidos las cosas parecen ser mucho más honorables. Hace pocos días, los de Junts arroparon hasta las puertas del juzgado a Gonzalo Boye, el abogado de Carles Puigdemont, acusado de blanqueo de capitales de uno de los narcotraficantes más famosos del mundo. El bueno de Boye ya fue condenado a 14 años de prisión por colaboración con ETA. ¡Lawfare! Finalmente, en el PP, a pesar del número de fallecidos por la DANA­ y de que la gestión de la catástrofe es un continuo despropósito, nadie parece dispuesto a cesar a Carlos Mazón, pues la culpa es de Teresa Ribera. Y pa’lante!

MASSANASSA (VALENCIA), 20/11/2024.- Mensaje contra el presidente de la Generalitat valenciana, Carlos Mazón, en la fachada de un edificio de la localidad valenciana de Massanassa, este miércoles, mientras continúan las labores de limpieza y reconstrucción de las localidades afectadas. EFE/ Kai Försterling

 

Kai Försterling / Efe

La necesidad de comprometerte con tus convicciones o de confiar en los menos malos nunca debería eximir de la obligación de pensar. Porque, ¿de verdad alguien cree que, como se ha escrito estos días, después del caso Koldo –o, por no olvidarle tan rápido, de Errejón–, la izquierda queda sin banderas? Si, por lo que fuera, un día se pusieran límites a los caprichos de los respectivos líderes o, aunque solo fuera por decencia, si se forzase la dimisión de un manifiesto mal gobernante, ¿sería el fin del socialismo, el ocaso independentista, la frustración definitiva de la posible alternancia? ¿Tan frágiles y dependientes de determinados personajes son nuestras convicciones? ¿La paparruchada de que la corrupción –o el machismo– son rasgos esencialmente de derechas fue algún día creíble? ¿Nadie conoce a un conservador que sea también honesto y feminista? O entre los nacionalistas, ¿nadie conoce a un español decente?

Estas últimas semanas hemos asistido al insulto descarnado entre Junqueras y Rovira, Díaz Ayuso y Pedro Sánchez, Pedro Sánchez y Feijóo. Lo último, al linchamiento de Errejón, hasta hace nada, campeón de lo woke en España. Aunque los subalternos más cínicos admiten entre bastidores la sobreactuación, lo cierto es que públicamente todos cierran filas de forma acrítica y cómplice con sus respectivos jefes de partido y dramas del momento. Porque les va el empleo o, peor aún, porque se han emborrachado de sectarismo. Pero, cuando Miguel Tellado, Óscar Puente, Cuca Gamarra o María Jesús Montero –por citar tan solo a los más ladradores– llegan a sus casas con sus trajes salpicados de agresividad y verborrea, ¿de verdad se atreven a comentar el día con sus seres queridos? Y, al oírlos, el resto de sus compañeros de partido, ¿se sienten representados?

En una buena democracia, la corrupción, el espíritu sectario y el gregarismo deben ser combatidos

En una buena democracia, la corrupción, el espíritu sectario y el gregarismo deben ser combatidos, en la medida en que representan la antesala de la discordia y el enfrentamiento. Así lo vio Simone Weil, ya en 1943, cuando escribió sobre la necesidad de acabar con los partidos, en la medida en que estos ni buscaban la verdad, ni perseguían la justicia ni menos aún el bien público. Al contrario, las facciones le parecían fábricas de bajas pasiones y polarización que, lejos de favorecer el análisis razonado y la independencia de criterio, eran utilizadas para retorcer la voluntad de cada uno de sus militantes y sobre todo para perpetuar su existencia, sin límite alguno.

Puede que Weil tenga razón, pero también podría ser que los partidos aprovecharan sus citas congresuales para reivindicarse como canteras de futuros buenos servidores públicos, guardianes de los ideales y contrapesos a las dinámicas de corrupción que siempre conlleva el ejercicio del poder… ¡Justo lo visto este fin de semana!

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