Copio el titular del último libro de Ferran Sáez ( La intimidad perdida , Herder 2024), pensador catalán que paga con un cierto orillar colectivo de su obra su total incapacidad para manejarse en el teatrillo de las relaciones públicas. Su sólida indiferencia por el quedar bien y un firme desprecio del vivir de cara a la galería hacen el resto. Pero yo tengo la prueba de su valía como hombre de ideas: año tras año, avisa personalmente a sus amigos de la llegada de la primavera real, con independencia de lo que diga el calendario.
La estación de las flores, según Sáez, arriba el día que avista los primeros vencejos y golondrinas en el cielo del barrio de Gràcia de Barcelona. Es, pues, un hombre que vuela alto con la cabeza sin necesidad de levantar los pies del suelo. Un filósofo un poco a la contra de su gremio, donde abunda la gente que aspira a lo contrario, volar con los pies y caminar con la cabeza. Como atesora cierto aire benedictino, ora et labora , en su caso lo de “último libro” es siempre una afirmación arriesgada. Ha publicado en paralelo en estas mismas fechas La fi del progressisme il·lustrat (Pòrtic, 2024), una radiografía de los desvaríos del izquierdismo intelectualoide de última generación.
La omnipresente conexión digital cortocircuita el viaje hacia el interior más profundo
La intimidad, el pensamiento más íntimo. El último reducto de uno mismo, situado mucho más allá de la privacidad. El lugar en el que ya no es posible el autoengaño y donde el razonar puede engrandecerse sin límite para abrazar sin miedo la genialidad o la locura. El yacimiento de toda vivencia que así merezca ser llamada, el útero de la epifanía que conduce a veces a emprender irreversiblemente el deseo de convertirse en otro, la mina de la que se extrae la verdad intuitiva, el ropero donde están colgadas las ideas transformadoras que lo cambian a uno y, a veces, alumbradas por genios, al mundo. El código postal del yo más atrevido.
¿Está la intimidad, y por tanto todas las cosas que en ella habitan, amenazadas? Dejemos a un lado la concepción jurídica de la molesta invasión de la intimidad que tiene su teórica respuesta en el Código Penal. Tampoco viene a cuento la intimidad referida al espacio físico, compartido o no. Nos referimos más a la hegemónica aceptación de un modo de habitar el mundo en el que la experiencia íntima del propio pensamiento no para de achicarse, rompiendo el necesario y provechoso equilibrio entre el vivir hacia dentro y el vivir hacia fuera.
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Las pantallas, las redes, la telaraña. Efectivamente, la omnipresencia de la conexión digital cortocircuita permanentemente el viaje hacia el interior más profundo, haciéndolo imposible. Peor aún, hace del pensar un ejercicio dirigido al exhibicionismo inmediato ante terceros, arrebatándole su propia esencia de trabajo personal que únicamente después, y solo a veces, es ofrecido a los demás.
La intimidad, como bien señala Sáez, no exige soledad. Uno puede viajar en un bus o en un metro abarrotado y abandonarse en paralelo a pensamientos de lo más íntimos. Pero, si fijamos la vista en lo que sucede a nuestro alrededor en esta situación cotidiana que tomamos como ejemplo, observaremos únicamente individuos con la vista fijada en una pantalla e invirtiendo el tiempo en sus estímulos externos preferidos, desde un juego en línea, hasta los divertimentos de la red social que mejor vaya con nuestro carácter.
Uno puede viajar en un bus o en un metro abarrotado y abandonarse en paralelo a pensamientos de lo más íntimos
Sucede así en todas partes. Incluso en los domicilios, también en aquellos en los que habita un solo individuo. La intimidad exige tiempo y perseverancia. Lo saben bien quienes emprenden, por ejemplo, el camino del rezo, un ejercicio mayúsculamente íntimo y trabajoso. Hoy, se le niegan ambas cosas.
Hay una imagen para entender nuestra manera de obrar en el presente. Basta con imaginar a alguien dedicado obsesiva y compulsivamente a comer y a defecar, pero que, al mismo tiempo, está imposibilitado para digerir. Este es el efecto de la pérdida de la intimidad. Un viaje acelerado de ida y vuelta en bucle del opíparo bufet al retrete. La foto del nuevo y distraído mundo.